ASOCIACIÓN CULTURAL LOS SITIOS DE ZARAGOZA

Santiago Gonzalo Til
Artículo publicado en la revista «Vínculo escolapio», n° 204 (diciembre de 2006) 

En el otoño de 1995, en el Panteón de Hombres Ilustres de París, pudo verse algo extraordinario, el auténtico Péndulo de Foucault. En efecto, desde la parte más alta de su gran cúpula, volvió a colgarse de un fino hilo de acero de 67 metros de longitud, la bola de hierro de 28 kilos de masa que utilizara en 1851 Jean Bernard Léon Foucault para estudiar el movimiento de rotación de la Tierra.

A pesar de que en esta sección me vean ustedes en temas de Historia, en mi vida «privada» soy profesor de Física y Química. Con tal precedente y encontrándome casualmente en París en la fecha anteriormente mencionada, comprenderán mi natural curiosidad por ver esa recreación de la experiencia de Foucault que tan oportunamente se me ofrecía. Naturalmente aproveché la ocasión para visitar por entero el Panteón y las tumbas de tantos prohombres que allí descansan: Victor Hugo, Voltaire, Rousseau, Alejandro Dumas, Carnot, Émile Zola, André Malraux, los esposos Curie… Me permito llamar su atención sobre el reconocimiento que Francia concede a la abnegada Marie Curie para hacerla merecedora de ser enterrada en el Panteón de HOMBRES Ilustres, con todo lo que eso significa.

Como podrán imaginar fácilmente, sumergido en semejante mundo el tiempo pasa sin sentir. Pues bien, cuando inesperadamente llegó el aviso de cierre me dirigí naturalmente a la puerta de salida, y al pasar por uno de los paneles donde se señalan qué personajes están allí y dónde se ubican sus tumbas, leí distraídamente «Chambre XXII: Duque de Montebello», así escuetamente. Me quedé paralizado. ¡el Duque de Montebello! ¿Sería el mariscal Lannes, el conquistador de Zaragoza en 1809? Porque en mi discreto conocimiento del asunto, donde se hallan enterrados prácticamente todos los generales y mariscales de Napoleón es, bien en Los Inválidos junto al Emperador (es el caso de Bessières o Moncey) o en el Cementerio de Père Lachaise, (allí están Murat, Massena, Lefebvre, Ney, Portier, Kellerman, Davout … ). Como es lógico di media vuelta e inicié el impaciente descenso hacia las galerías, a la búsqueda de la cámara veintidós. Aún no me explico cómo pude convencer a aquel joven conserje, que ya estaba llaves en mano para ejecutar el fatídico cierre. Pero debí parecerle auténticamente desesperado, pues no sólo accedió a mi petición de retorno, sino que me acompañó. Eso sí, Vitevite, s´il vous plait me decía a cada paso de nuestra (en cierto modo cómica) carrerita por aquel santuario. Al fin llegamos: Cámara XXII, El Duque de Montebello.

Mariscal Lannes

La puerta, de madera, era en su parte superior, de rejilla no demasiado tupida (de hecho, a su través pude hacer la fotografía de la tumba) y al asomarme además de la explosión de banderas tras el solemne ataúd, vi un cuadro con el inconfundible rostro del mariscal Lannes. Y a ambos lados, en sendos medallones, los nombres de sus más distinguidas batallas: Jena, Arcole, Saint Jean d’Acre, Marengo, Austerlitz, Friedland… y por supuesto, Montebello. Llamativa la ausencia de Saragosse, pero comprensible si consideramos que Lannes abominó del horror con el que tuvo que sojuzgar la resistencia de los aragoneses.

Tumba del mariscal

Les aseguro que sentí cierta emoción a la vista del túmulo funerario con el que Napoleón sin duda quiso honrar al mariscal (es muy llamativa la diferencia con el resto de enterramientos, verdaderamente austeros). Y sabiendo que en definitiva allí adentro se recogieron en su día los despojos dolientes de un hombre, después de todo, maltratado por la fortuna, no pude evitar pensar ¿Y para esto, tanto? Tanto sufrimiento como causó en Zaragoza, para acabar allí, silencioso, en un frío corredor en el subsuelo de París.

Sería interesante acercarse a la vida de este dios de la guerra, amigo personal de Napoleón, de los pocos que pudieron presumir de tal hecho. Citaré sólo su ejemplo de coraje en la batalla de Arcola (Italia), donde llegó convaleciente aún de una seria herida recibida en Governolo, durante la batalla de St. Georges. Sus arriesgadas acciones para aliviar la presión de los austriacos del general Alvinczy, le valieron dos heridas más. Evacuado en ambulancia a Ronco, se enteró sin embargo de que el ejército francés estaba siendo desbordado y que la situación era tan comprometida que el propio Bonaparte había tenido que ponerse al frente de un ataque de contención a la desesperada. Sin pensárselo, Lannes cogió un caballo y regresó a Arcola, llegando a tiempo de ver a Napoleón atrapado en la retirada contra el río Alpone. Mientras los ayudantes de Bonaparte se esforzaban para protegerle del contraataque austríaco, Lannes lanzó a su columna contra el enemigo y lo rechazó más allá del puente. Recibió una nueva herida, la tercera del día, pero el Emperador pudo escapar

De las heridas recibidas al frente de sus hombres, ocho en total, la más grave ‑en el cuello‑ fue durante la campaña de Siria, en el asalto a San Juan de Acre. Lannes nunca se recuperó completamente. Desde entonces, tuvo cierta dificultad para hablar y le quedó la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado.

He matizado «al frente de sus hombres» para resaltar la cruel ironía que supone que su novena y fatal herida, fuese en segunda línea y durante un descanso en el combate. En efecto, durante la campaña alemana de 1809, se luchaba en las llanuras de Essling. Napoleón lo había destinado allí para satisfacer su repetida y angustiosa petición de que lo sacase de Zaragoza, pues «no soporto gobernar este cementerio».

En un momento de pausa en la refriega, y mientras cambiaba impresiones con el general Pouzet, una bala perdida alcanzó a éste en la cabeza, matándolo en el acto. Lannes quedó muy impresionado pues le unía una grande y antigua amistad con el general. De hecho, parte de su éxito militar se lo debía a él, pues cuando era un simple cadete en el 2º Batallón de Voluntarios de Gers, fue el entonces teniente Pouzet el que reparó en el instinto táctico del joven Lannes, llegado de la pequeña localidad de Lectoure.

Encariñado con el muchacho, se dedicó a proporcionarle una instrucción complementaria táctica y sobre todo estratégica. Con el correr del tiempo, Lannes reconocería que cuanto sabía del movimiento de grandes unidades sobre el campo, se lo debía a aquel entusiasta teniente.

El mismo que con el rodar del tiempo y siendo ahora uno de los generales a sus órdenes, acababa de morir de una forma estúpida delante de sus ojos. Mientras unos soldados improvisaban unas parihuelas para retirar el cadáver, el mariscal Lannes, visiblemente abatido a decir de los testigos, se apartó de allí y se sentó en un ribazo próximo, cruzando las piernas para apoyar en ellas el brazo que sostendría su pensativa cabeza. De repente, una bala de cañón, también perdida y prácticamente rodando, con apenas un resto de su cinética mortífera, en un rebote golpeó al mariscal en el punto de unión de sus piernas con tan mala fortuna que le quebró una y le destrozó la rótula de la otra. Era el 21 de mayo, tres meses exactos después de la caída de Zaragoza.

De nada sirvieron los cuidados del cirujano de campaña ni del médico personal de Napoleón que éste enviara con toda urgencia. A pesar de la rápida amputación de una pierna no se consiguió evitar la infección, y la gangrena obligó a amputar la segunda. En su delirio maldijo a un sanguinario Bonaparte al que acusó de carnicero insaciable. Tras diez días de atroz sufrimiento, el 31 de mayo de 1809, expiró en brazos de su Emperador el mariscal Jean Baptiste Lannes, Caballero de la Orden de San Andrés de Rusia, Príncipe de Siévers, Duque de Montebello. Y conquistador, en febrero de 1809, de la ciudad de Zaragoza.

Muerte de Lannes

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