Profesor de la Academia General Militar.
Artículo publicado en la revista Ejército, núm. 96, enero 1948.
CORRIA el año 1882, cuando se creó la primera Academia General Militar; el proyecto de su fundación fue presentado por el General Martínez Campos a la firma del Monarca, Alfonso XII, el 20 de febrero.
Buscábase con su creación borrar diferencias y extinguir antagonismos, que siempre tenían por base la diferente «procedencia» de unos y otros Oficiales, cuando, en realidad, todos debían ser iguales en idéntico afán de servir a la Patria.
Aquella vieja Academia General, resultado de una clara visión política y patriótica ‑cuya organización al cabo de los años había de ser considerada como lógica y natural en otros países-, tuvo sus detractores, inspirados siempre en torcidas y malhadadas ideas, cuyos malintencionados partidarios no podían concebir la existencia de un Ejército, espina dorsal de la Nación, fuerte y unido, dispuesto a destrozar y anular las maquinaciones de todos los que hacen negocio de la debilidad nacional, produciendo desazones y situaciones inestables que redunden, a fin de cuentas, en un aumento de su poder personal o lucro monetario. Con la presencia de sucesores de Caín y Judas hay que contar siempre.
Entonces se atribuyó a aquella Academia, entre otros defectos, el poseer un exceso de bagaje científico, con grave detrimento de la práctica, lo cual era falsear la verdad, pues basta leer las memorias o anales de la época para convencerse de cuan otra fue la realidad.
A aquel Centro castrense cupo el honor de establecer el primer campamento de Cadetes, montado en 1885, sobre la meseta de Algodor. Con este campamento no sólo se pudo dar una más perfecta enseñanza, sino que también fueron borradas muy mucho algunas malas opiniones.
Mas el sino contrario, que operaba con malos vientos, vino a ser aumentado por un incendio que destruyó toda la instalación de la Academia, obligándola a vivir en precario…. hasta que el 8 de febrero de 1893, un Decreto refrendado por el Ministro de la Guerra, General López Domínguez, anuló de un plumazo la labor que tanto provecho podía haber dado al Ejército y a España; labor a la que habían consagrado todos sus esfuerzos y entusiasmos los Generales Directores Galbis, Mella y La Cerda, junto con el que fue inolvidable Jefe de Estudios, Coronel Vázquez Landa.
Desapareció la Academia General, mas su misión había quedado cumplida en parte al imbuir su alto espíritu en aquellos alumnos que ostentando las iniciales A.G. pasearon tantas veces por las calles toledanas y estudiaron en las aulas de Capuchinos y Santiago.
A éstos perteneció D. Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, quien, andando los años, llegó a compartir la gloria política y militar con otros muchos, elevados también a los más altos puestos en el Gobierno de la Nación.
La idea clara y certera de un Ejército unido, en su origen y pensamiento, no le abandonó jamás, y cuando, al cabo de los años, tuvo en sus manos la vida del país, llevó a la práctica aquello que él consideró siempre como perfecto e irrebatible, haciendo revivir, en su esencia, el Centro en que su espíritu de militar y patriota ardiente recibió la savia de una enseñanza austera y decisiva.
En su virtud, estableció en Zaragoza la Academia General Militar, coincidiendo con la anterior en su denominación y fecha de inauguración, encargándose de su mando el General más joven y prestigioso: Francisco Franco.
Como todo ser nacido, aquel nuevo Organismo, de importancia tan capital, debía tener un cuerpo con su corazón, romántico, sensitivo, y un alma capaz de infundir el espíritu deseado en los futuros alumnos.
El cuerpo se forjó en el majestuoso edificio de la Academia, severo y a la vez alegre en su traza arquitectónica, ornada de calados y filigranas impregnadas de estilo mudéjar; no estaba completo al comenzar el curso, si bien en franco desarrollo y con el constante acicate de superación.
El alma sería la continuación de aquello que vivió ya en ToIedo; trasunto fiel y magnífico de la más pura milicia plasmada en juventud sana, vigorosa y entusiasta, para la cual sólo debía existir una meta: honrar y servir a la Madre Patria.
Su espíritu quedó sintetizado, por voluntad del Director, en el Decálogo del Cadete, conjunto de obligaciones, sencillas en su decir pero difíciles a veces en su hacer, siempre rotundas y luminosas. En sus breves líneas quedó aquilatada la más fina esencia de la filosofía hispana en su purísimo abolengo militar, sublimado desde los tiempos legendarios de nuestro grandioso imperio hasta los duros y trabajosos días en que todo se podía llegar a perder menos el honor.
También precisaba la Academia General de un corazón en el que se albergasen los recuerdos de grandezas y heroísmos, santuario de románticas y nobles epopeyas cuyos latidos repercutiesen con llamadas seguras en los corazones jóvenes y entusiastas de los Caballeros Cadetes.
Por ello, el Caudillo, al sentar los jalones de sus sabias directrices, dentro de cuyo cauce se formaría la Oficialidad del porvenir, esperanza suya no fallida, pronunció en su primer discurso a los Cadetes estas proféticas palabras: «… Y es la invicta y heroica ciudad de Zaragoza quien pone el escenario, ofreciéndonos en sus piedras y monumentos la primera y más firme lección de sacrificio heroico…»
Después, el vendaval asolador de la estulticia volvió a perpetrar en la Academia General el atropello que ya en tiempos cometiera y por idénticas razones. Un día nefasto, la República disolvió una obra tan hermosa, conseguida en sólo tres años, llegando, en su imbécil cretinismo, a querer aventarlo todo a los cuatro vientos.
La Historia volvió por sus fueros, y cuando los hermosos clarines de la Victoria resonaron en todos los rincones de la Península, pareció como si las almas de tantos caídos, forjadas bajo la égida de Franco, pidiesen a Aquel que todo lo puede la resurrección de lo que nunca debió morir.
Una mañana de diciembre, en que los cuerpos desfallecían de frío mientras las almas se abrasaban en un gozo único, volvió el Generalísimo a entregar la misma Enseña bendita de la antigua General a la nueva, otra vez renacida.
Aquellas palabras dichas por el Generalísimo, señalando lo que era el corazón ideal de la Academia, han podido llegar, al fin, a tener una realidad.
En la ciudad de los Sitios; sobre la misma tierra testigo de tanto heroísmo en la lucha contra el francés invasor; aquí, donde paisanos y soldados, monjes y seglares, mujeres y niños, jóvenes y viejos, todos en compacta unión supieron llegar a dar la vida por un ideal reconocido por los mismos enemigos, extrañados ante lo que llamaban locura, aquí debía ser el símbolo bajo el cual se desarrollase la vida académica.
Con tal pensamiento se ha fundado el «Museo de los Sitios», espejo que refleja los hechos de una de nuestras mayores gestas.
Centros oficiales y particulares han contribuido a su iniciación, aportando donaciones; pudiendo decirse que se han dado los primeros pasos bajo la amorosa tutela del maravilloso Museo del Ejército.
Durante el solemne acto de entrega de despachos a los Tenientes de la primera Promoción, tuvo lugar la inauguración, por el Caudillo, del preciado Museo, poniéndose en marcha una idea que tanto tiempo ha era acariciada por el Mando con verdadera ilusión.
El visitante que cruza el umbral del Museo contempla, en primer término, frente a él, las palabras pronunciadas por el Caudillo en el que fue su primer discurso a los cadetes, y que constituyen a modo de justificación de la obra. A la derecha de ellas, grabadas en el mismo muro, se leen unas frases del heroico Coronel Sangenís, Jefe de Ingenieros de la Plaza, muerto durante el segundo sitio de la misma: «… Que no se me llame nunca si se trata de capitular, porque jamás seré de la opinión de que no podemos defendernos.»
A un lado y otro de la sala iluminada por la luz que a raudales entra a través de los amplios balcones, abiertos sobre los encantadores jardines, dominando un paisaje verdaderamente ideal en extensión, colorído y variedad se exponen diversos lienzos, óleos, acuarelas y grabados de prestigiosas firmas españolas y extranjeras. Todas ellas cantan, con pinceladas brillantes, los momentos épicos de la lucha de aquellos bravos baturros, encarnación de la raza, contra el más orgulloso Ejército de la Europa de entonces. Un lienzo de pared está ocupado por la obra pictórica de M. Giráldez Acosta; su tema es el emocionante momento en que Agustina de Aragón, recia mujer española, dispara un cañón contra los atacantes. El cuadro difunde un fuerte dramatismo, dando una clara idea de lo que fue tan dantesca lucha. A continuación está la llamada «Defensa del reducto del Pilar», de Jiménez Nicanor, verdadera representación del carácter popular de aquella guerra, con su amalgama de tipos militares, paisanos, frailes y mujeres del pueblo. Otra de las pinturas de gran tamaño es el «Juramento de la Puerta del Carmen», expresión de la decisión de los zaragozanos cuando juraron morir antes que capitular.
Un precioso boceto de Castellanos, titulado «Juramento de las tropas del Marqués de la Romana», brilla con colorido firme y preciso, siendo perfecta muestra del valor del original.
La efigie del General Perena, de autor desconocido, es otro de los óleos de la colección. De una hermosa serie de grabados sobresalen dos: uno inglés, retrato de Manuela Sancho, estupenda en su arrogancia y en la intención de su dedicatoria o leyenda. El otro es francés, y da la más completa sensación de horror en la batería en que dispara Agustina de Aragón, ella acaso un poco estilo Carmen de leyenda, aunque magistral por su fiereza.
Numerosos grabados, ampliación de otros de la época, rememoran los tipos más conocidos de la tan espantosa lucha: Condesa de Bureta, Presbítero Sas, Tío Jorge, María Agustín, Salamero, Cerezo… Un pequeño óleo delata fácilmente a su autor: Unceta.
De Bayeu es la mejor obra: retrato de la madre de Palafox, «el Sol de Milán». Los ojos no se cansan del contemplar tanta belleza: la vida parece estar palpitante bajo el rostro o las manos nacaradas de la hermosa dama, manos que dan la sensación de moverse con el acompasado respirar del busto, cubierto por capa orlada de pieles, de la que sobresale un inigualable encaje, delicioso en su tenuidad y primor. Frente a ella, a guisa de cornucopia, una encantadora miniatura de la heroica Agustina de Aragón, vestida de Oficial de Artillería.
El último cuadro llegado al Museo es el retrato del General Villacampa. Su autor, Sr. Cañada, conservador del Museo Provincial de Zaragoza, ha hecho un verdadero estudio del héroe, no sólo en sus rasgos fisonómicos, sino en los mímicos. La expresión y apostura son sencillamente asombrosas; mas, por encima de todo ello, están definitivamente logrados los rasgos de rudeza y tosquedad tan conocidos en él, siempre en raro contraste con su nobleza de corazón, fundamento de un extraordinario valor y patriotismo, característicos de todas sus decisiones. Las Unidades de Infantería de la Quinta Región han sido las donantes de esta soberbia pintura.
En varias panoplias se exhiben armas de la época, y en los ángulos de la sala, unos severos y bien presentados maniquíes, con uniforme de entonces, transportan al que los contempla a los lejanos años de tan llamativos arreos.
Finalmente, presidiendo todo como en los primeros años del pasado siglo presidía con su agudo remate el movimiento y actividad de la Ciudad entera, una copia fidelísima de la desaparecida «Torre Nueva», desde donde, durante los Sitios, y como desde un estupendo observatorio, se vigilaban todos los movimientos del enemigo, avisando con su gran campana al vecindario para que éste supiera cuándo aquél hacía fuego de artillería. Su esbelta silueta da una sensación melancólica de tristeza al pensar que ya no existe, debido a que se hallaba extraordinariamente inclinada, lo que dio lugar a que se mandase destruir, sin consideración alguna a la historia de la ciudad, que indudablemente la obligaba a ingeniarse para buscar en la técnica una solución más sentimental que la del derribo. Al parecer, las torres hechas de ladrillos y argamasa adquieren inclinación hacia el Mediodía, debido a la mayor contracción de los materiales más calentados por el sol. En Zaragoza hay todavía una muestra de este aserto en la torre de San Juan de los Panetes contemporánea de la otra y hoy magníficamente restaurada.
Terminada la visita al Museo, cuando en silencio y con el corazón rebosante de emociones se descienden las escaleras, sobre los rellanos de éstas parecen rendir honores póstumos, en desagravio, varias bocas de fuego, morteros de grandes calibres que un día vomitaron su metralla sobre esta recia tierra aragonesa.