Santiago Gonzalo y Francisco Escribano
Artículo publicado en la revista CREA Magazine, número 13 (enero de 2007)
Vuelven los franceses…
Como ya vimos en el anterior número, el invencible ejército napoleónico había sido incapaz de ocupar una ciudad carente de fortificaciones como Zaragoza. Y el rumor “Zaragoza resiste”, extendido por toda Europa, había resultado una afrenta para el orgulloso Napoleón. De ahí que cuando el propio Emperador se puso al frente de su “Grande Armèe” para acabar con la insurrección española, uno de sus objetivos preferentes habría de ser la capital aragonesa.
En realidad, el Primer Sitio no había sido un verdadero asedio, pues los franceses no habían bloqueado la margen izquierda del Ebro, por la que siguieron entrando refuerzos y abastecimientos a los defensores. Pero no volverían a cometer el mismo error. Palafox lo sabía y de ahí que ya en agosto encomendara al coronel de Ingenieros Antonio Sangenís que perfeccionase las defensas de la ciudad. Bajo su experta dirección comenzaron los preparativos para un nuevo asedio, mejorando las fortificaciones y la concentración de tropas y recuperando los cañones hundidos en el Canal por los franceses en su precipitada marcha. El perímetro defensivo de la ciudad se cerró con una nueva línea de murallas que englobaba los monasterios extramuros, con dos fortificaciones exteriores protegiendo los puentes sobre el Huerva: el Reducto del Pilar (donde hoy se alza El Corte Inglés) y el monasterio de San José. Además, el Arrabal se había transformado en una ciudadela y se patrullaba el Ebro con cañoneras tripuladas por cartageneros.
Los franceses llegaron ante las puertas de Zaragoza el 30 de noviembre de 1808, tras la victoriosa segunda batalla de Tudela. A la vista del temible nuevo aspecto de la ciudad se retiraron a Alagón, a fin de reforzarse y acumular medios, llegando a reunir unos 50.000 hombres, que contaban con 132 piezas de Artillería. Se estableció así, desde el principio, un asedio mucho más técnico y eficiente que el primero, cerrando el Arrabal y rechazando en campo abierto a las columnas que se dirigían a abastecer o reforzar a los sitiados. Tenían asumido que iba a ser una lucha dura, similar a la entablada en agosto casa por casa, y decidieron emplear su superioridad de medios para disminuir el número de bajas. Frente a ellos, Palafox reunió tras los muros unos 32.000 soldados regulares, con abundante Caballería y unas 160 piezas de artillería (de menor calibre y calidad que las francesas), además de miles de paisanos voluntarios, hasta un total de unos 45.000 hombres.
Tal acumulación de medios, durante un invierno particularmente duro, causó graves problemas logísticos, de alojamiento, higiénicos y, como resultado de todo ello, de disciplina. Ya desde el principio aparecieron las enfermedades, causadas por el frío y la carencia de alimentos frescos. Tales problemas afectaron a ambos bandos, pero más a los sitiados, por la facilidad que el hacinamiento suponía para la propagación de epidemias como la que determinó la capitulación de los defensores.
Comienza el Segundo Sitio
Los franceses lanzaron su primer el asalto el 21 de diciembre, con un ataque victorioso contra el monte de Torrero y otro contra el Arrabal, fracasado por problemas de coordinación de los atacantes y por un brioso contraataque mandado por el propio Palafox.
Al no conseguir su objetivo, la caída inmediata de la ciudad, comenzaron los trabajos de asedio, dirigiendo las líneas de trincheras a la Aljafería, el Reducto del Pilar y San José, puntos avanzados de la defensa. A pesar de su heroica resistencia, el monasterio fue ocupado el 11 de enero de 1809, tras una cruenta lucha entre las ruinas. El día 15 cayó el Reducto, dejando a los franceses dueños de toda la margen derecha del Huerva. Así podían hacer avanzar sus trincheras contra la muralla de la ciudad en los sectores marcados por el propio Napoleón, Santa Engracia y Puerta Quemada, salientes que no permitían los fuegos defensivos de flanco.
El 27 de enero se produjo el gran asalto, que sólo consiguió abrir brecha en el monasterio de Santa Engracia a pesar de haberse dirigido simultáneamente contra tres puntos. Sin embargo, una vez dentro de la ciudad, los franceses se encontraron con todas las calles bloqueadas por barricadas y las casas convertidas en fortines. El mariscal Lannes, al mando de los sitiadores, prohibió el avance al descubierto, optando en su lugar por el empleo de minas para destruir la resistencia. Aun así, la lucha se desarrolló lenta y penosa, pues los defensores seguían luchando entre las ruinas provocadas por los explosivos, a través de troneras abiertas en las paredes, escalando hasta los techos, atacando a retaguardia a través de los tejados…
En los días siguientes, los franceses consiguieron ocupar los monasterios de Santa Mónica y San Agustín, permitiendo así el avance hacia el Coso y la Magdalena, desde donde podrían extender sus esfuerzos en varias direcciones. El avance, sin embargo, continuó siendo muy lento. De hecho, el entorno de la actual Plaza de España sólo quedó asegurado el 10 de febrero, tras las sangrientas ocupaciones del Hospital de Gracia (en su solar se alza hoy el Banco de España) y el monasterio de San Francisco (Diputación Provincial). La situación quedó estabilizada en esa zona y en la Magdalena, en el Coso Bajo. Y mientras tanto tuvo lugar la ocupación del Arrabal, que permitiría el bombardeo del corazón de Zaragoza, la basílica del Pilar. En esta acción los franceses capturaron por primera vez un número apreciable de prisioneros.
Para entonces las condiciones de vida eran penosas dentro de la ciudad, donde las enfermedades (especialmente tifus y disentería) se cobraban hasta 700 víctimas diarias y era imposible enterrar todos los cadáveres, que se convertían así en nuevos focos de transmisión. Cada vez había menos fuerzas disponibles, y la mayor parte de los combatientes se encontraban exhaustos. El día 19, un enfermo Palafox cede sus poderes a una Junta, que, tras evaluar la situación, pide la capitulación, firmada al día siguiente. Los defensores salen de la ciudad el 21 de febrero a través del Portillo, sorprendiendo a los sitiadores el pésimo aspecto de los sitiados, y a éstos el escaso número de aquéllos. En total, los franceses tuvieron unas 10.000 bajas y emplearon casi 80.000 kilos de pólvora para ocupar la ciudad. Los defensores sufrieron unos 54.000 muertos, a los que seguirían otros 9.000 en días posteriores, casi todos a causa de las epidemias.
Conclusión
Los Sitios de Zaragoza, junto con la resistencia del resto del pueblo español, fueron una prueba de lo que supone el orgullo patriótico de unas gentes que defienden su suelo. En España, Napoleón hubo de hacer frente a un nuevo concepto de guerra total, contra todo un pueblo, teniendo que dedicar cientos de miles de sus mejores soldados a una lucha dura y poco habitual para ellos, acostumbrados a las brillantes victorias en campo abierto. La guerra de España fue sin duda el inicio del fin de la carrera del ambicioso emperador francés.
Desgraciadamente, tan importante hecho apenas es recordado en la ciudad por los nombres de algunas angostas callejas del Casco Antiguo o por paseos que nadie sabe que estén dedicados a sus héroes o a sus hazañas. Unas cuantas placas recuerdan actos memorables, pero la mayoría han ido cayendo bajo la piqueta de la especulación inmobiliaria. Esperemos que de cara al ya inmediato Bicentenario, el tan renombrado 2008, tal olvido se remedie, particularmente con la apertura del ansiado Museo de Los Sitios.