Por: Santiago Gonzalo y Paco Escribano
Tras el revés de Bailén (julio de 1808), la suerte delas armas napoleónicas en nuestra península se había tornado de tal manera incierta que el propio Napoleón se vio obligado a acudir personalmente a resolver «los asuntos de España». Cruzó el Bidasoa el 4 de noviembre de 1808 al frente de su Grande Armée y, tras una campaña rápida y fulminante, rindió Madrid el 4 de diciembre.
Zaragoza sabía que los franceses iban a volver sobre la ciudad, pues necesitaban tan importante nudo de comunicaciones. La derrota infligida a Castaños y Palafox en Tudela el 23 de noviembre disipó toda esperanza. Conocedora de su suerte, reforzó aún más sus defensas; ya durante los meses transcurridos desde el Primer Sitio, las hábiles disposiciones del coronel de Ingenieros Sangenís habían mejorado extraordinariamente las fortificaciones.
Y la continua entrada de contingentes de tropas regulares, restos de la desbandada de Tudela, acabó de convertirla en un punto de defensa importante, muy lejos de la poco preparada y heroica villa del primer asedio.
El 15 de diciembre se reunieron en Alagón los mariscales Mortier y Moncey con sus dos Cuerpos de Ejército, y el día 21 lanzaron sobre nuestra ciudad un fuerte ataque con la firme determinación de acabar rápidamente con el obstáculo.
Sin embargo, la capital resistió y, tras comprender el enemigo la inutilidad de los asaltos «a viva fuerza», se dispuso a rendirla por asedio, dando así comienzo el Segundo Sitio.
La metódica construcción de trincheras paralelas, protegidas por las baterías situadas en los altos de Torrero, Casa Blanca y La Bernardona, permitió el acercamiento de sus tropas a los enclaves exteriores, que fueron cayendo sistemáticamente.
El 12 de enero, el Convento de San José. Sin su apoyo, el 15 de enero, el Reducto del Pilar. Zaragoza se hallaba en situación crítica.Pero no estaba sola. Sabedores de que el destino de todo Aragón dependía de la suerte de la capital, en las proximidades de Alcubierre se estaba organizando un Ejército Auxiliar , que reunía tropas dispersas y voluntarios reclutados por Felipe Perena y Juan Pedrosa por toda la Ribagorza, Sobrarbe, Somontano y Monegros.
El abigarrado contingente, bajo la eficaz coordinación de Fray Teobaldo Rodríguez (monje que llegaría a ser Abad de San Isidoro de León), iba adquiriendo estructura de ejército, y se distribuía amenazadoramente a lo largo de la línea Sariñena-Tardienta.
Las hogueras que brillaban cada vez más numerosas en las estribaciones montañosas, advertían de su presencia y alentaban a los atribulados defensores de una Zaragoza que se preparaba, temerosa, al asalto definitivo. Ese ejército inquietaba también al mando francés que, desconocedor de su magnitud, decidió conjurar el peligro.
El mariscal Lannes hizo venir desde Calatayud a Mortier, quien cruzó el Ebro con la división Suchet, reuniendo una fuerza próxima a los diez mil hombres, que se presentaron en el llano situado entre Leciñena y Perdiguera el 24 de enero de 1809. Los españoles habían situado su Cuartel General en el punto más alto, el Santuario de Nuestra Señora de Magallón, que además de dominar el campo ofrecía buenas posibilidades de defensa.
La batalla del Llano
Perena cometió el error de aceptar el combate en campo abierto, a pesar del deficiente adiestramiento de sus mal aglutinadas tropas que, aunque pasaban de cinco mil hombres, eran en su mayor parte paisanos entusiastas, apenas reforzados por unos cuatrocientos soldados del Segundo de Voluntarios de Aragón, que constituían la columna vertebral de la defensa.
Contaban con dos cañones, uno en las eras de Leciñena y el otro en el Santuario, manejado éste por la vecina Lorenza Marcén y su hijo, Nicolás Seral, un valiente muchacho de sólo quince años.
El perfecto orden de avance francés desbordó completamente las defensas españolas. Rotas sus líneas, abandonaron a la desesperada sus posiciones y se dispersaron, sin que los oficiales y tropa veterana pudieran contenerlos. A pesar de la defensa natural que suponía el entonces abundante arbolado, la caballería francesa los acuchilló sin conceder cuartel, dejando sobre el campo un gran número de bajas. Poco antes de las 12 del mediodía comenzó el asalto al Santuario.
También sus defensores fueron prontamente arrollados. Sin embargo, el coronel francés Rogniat reconoce en sus memorias que los españoles resistieron el fuego mejor de lo que se esperaba de una fuerza tan inexperta. Tras la batalla, el Santuario fue incendiado.
Con esta acción y otra similar sobre Zuera eliminaron los franceses el peligro que las diversas partidas suponían para su retaguardia en la margen izquierda del Ebro y conjuraron el riesgo de verse copados. De hecho, hasta que volvieron sus unidades victoriosas, cuantos sitiaban el Arrabal estuvieron con gran zozobra y, temiendo ser sorprendidos, se habían aprestado a la defensa. Dos días después se lanzaba el gran asalto a Zaragoza, que se veía obligada a capitular tres semanas más tarde.