Javier Cañada Sauras
7 de Diciembre de 2011
Presentamos la traducción del texto de las “MÉMOIRES”escritas por elgeneral del Imperio francés Juan-Bautista Antonio Marcelino, Barón de MARBOT (1782-1854), que participó en el Segundo Sitio de Zaragoza, llegando incluso a estar a las puertas de la muerte al haber sido gravemente herido por un zaragozano en 1809, según él mismo nos relata.
Hijo de Antonio de Marbot, antiguo guardia de Corps del Rey que llegó a general de división del ejército francés, nació el 18 de agosto de 1782 en el castillo de Larivière en Altillac, en la Dordogne francesa.
Entró en el Primer Regimiento de Húsares el 28 de septiembre de 1799. El primero de diciembre siguiente fue nombrado suboficial de caballería, equivalente a sargento de infantería, y el 31 del mismo mes, subteniente. De un valor y una audacia poco comunes, en su larga vida militar fue herido once veces.
Fue sucesivamente ayuda de campo de Augereau en 1803 y de Lannes en Zaragoza desde el 2 de noviembre de 1808, llegando a ser nombrado jefe de escuadrón el 3 de junio de 1809. Quince días más tarde, ocupaba el mismo puesto junto al mariscal Masséna. Ascendió en la jerarquía militar, sobre todo en los estados mayores. Nombrado coronel en 1812, fue puesto al frente del 23º Regimiento de Cazadores a Caballo con el que hizo las campañas de Rusia y Alemania. Como coronel del 7º Regimiento de Húsares hizo la campaña de Bélgica.
Durante los Cien Días, se unió de nuevo al emperador Napoleón y fue testigo privilegiado de la batalla de Waterloo. Nombrado general en 1830, siguió al príncipe real Duque de Orléans como ayuda de campo en el sitio de Amberes y en la conquista de Argelia. General de división en 1840, fue creado Par de Francia en 1845. Jubilado de las armas en 1848, murió en París el 16 de noviembre de 1854.
Sus restos reposan en el cementerio parisino del Père-Lachaise (44ª división).- Recuerdos del General Marbot (sable, shako y sombrero) están depositados en los Inválidos, Museo del Ejército.
A él se deben tres volúmenes de sus MÉMOIRES que se leen como una novela, a pesar de sus inexactitudes -las escribió muy posteriormente a los hechos-, pero apasionantes. Las dedicó en marzo de 1844 a su mujer y a sus dos hijos, afirmando expresamente que “había servido en el estado mayor de Napoleón a cinco de sus más célebres mariscales: Bernadotte, Augereau, Murat, Lannes y Masséna”.
Desde su publicación original en 1891, las MÉMOIRES de Marbot son uno de los clásicos de las “Mémoires” del Imperio, habiéndose reeditado más de cien veces.
Nosotros hemos seguido el texto francés de la edición 81ª, fechada hacia 1910.
Entusiasmado por sus escritos de tema militar, Napoleón Bonaparte le hizo en su Testamento un legado personal de cien mil francos y le citó así: “… Yo le comprometo al coronel Marbot a seguir escribiendo por la defensa de la gloria de los ejércitos franceses y a confundir con ello a los calumniadores y los apóstatas…”.
Cuando murió en París el 16 de noviembre de 1854, Marbot había cumplido fielmente esta solemne recomendación.
La Editorial Castalia publicó en el año 1965 estas MEMORIAS bajo el título de “MEMORIAS.- CAMPAÑAS DE NAPOLEÓN EN LA PENÍNSULA IBÉRICA”, y las reeditó en 2008 como recuerdo conmemorativo del Bicentenario de la Guerra de la Independencia. Fueron traducidas al castellano por Jesús Ramos, a quien hemos seguido en sus acertados textos.
De estas CAMPAÑAS se encuentran dos ejemplares en la Biblioteca Pública de Zaragoza, en la calle del Dr. Cerrada, e incluyen entre sus páginas, naturalmente, una minuciosa descripción de los Sitios de Zaragoza y el relato que el propio general Barón de Marbot nos hace de su actuación personal en los mismos.
TEXTO DE LAS “MÉMOIRES” DEL GENERAL BARÓN DE MARBOT SOBRE LOS SITIOS DE ZARAGOZA
«Al día siguiente, abandonamos Valladolid para dirigirnos a cortas marchas con nuestros caballos a Zaragoza, donde el mariscal Lannes tomó el mando de todas las tropas que asediaban la ciudad y cuyo número se elevaba a 30.000 hombres, a saber: el 5º Cuerpo del Gran Ejército, llegado de Alemania, a las órdenes del mariscal Mortier, y el antiguo Cuerpo del mariscal Moncey, a quien Junot acababa de relevar. Estas últimas tropas eran de reciente formación, pero como ya no tenían más marchas largas que hacer y, por lo demás, envalentonadas por su éxito en la batalla de Tudela, combatieron con gran valor.
Antes de la gran insurrección motivada por el cautiverio de Fernando VII, la ciudad de Zaragoza no estaba fortificada, pero, al tener noticia de los acontecimientos de Bayona y las violencias que Napoleón quería llevar a cabo en España para colocar a su hermano José en el trono, Zaragoza dio la señal de la resistencia. Su numerosa población se levantó como un solo hombre; los frailes, las mujeres e incluso los niños tomaron las armas. Enormes conventos, de espesos y sólidos muros, rodeaban la ciudad; se les fortificó situando cañones en ellos; todas las casas fueron aspilleradas, y las calles, protegidas con barricadas; se fabricó pólvora, proyectiles de cañón, balas, y se les aprovisionó con abundantes víveres. Todos los habitantes se alistaron y tomaron como jefe al conde (sic) Palafox, uno de los coroneles de los guardias de Corps y amigo incondicional de Fernando VII, que le había seguido hasta Bayona, de donde había regresado a Aragón después de la detención de su rey.
En el verano de 1808, el Emperador tuvo noticias de la revuelta y los proyectos de defensa de Zaragoza, y como todavía mantenía la ilusión que los despachos de Murat le habían hecho nacer en su espíritu, consideró esta insurrección como una llamarada que se apagaría en cuanto se acercaran a la ciudad algunos regimientos franceses. Sin embargo, antes de emplear la fuerza de las armas, quiso intentar el método de la persuasión.
Así, se dirigió al príncipe Pignatelli, uno de los principales señores de Aragón, que se encontraba entonces en París, y lo comprometió a usar de su influencia sobre los aragoneses para calmar su efervescencia. El príncipe Pignatelli aceptó esta misión de paz y llegó a Zaragoza. La población corrió a su encuentro, no dudando de que, a ejemplo de Palafox, venía a combatir a los franceses, pero, en cuanto Pignatelli habló de sumisión, se vió asaltado por la multitud que le hubiese colgado si Palafox no le hubiera metido en un calabozo donde pasó de 8 a 9 meses.
Sin embargo, varias divisiones francesas al mando del general Verdier, se presentaron en junio de 1808 ante Zaragoza, cuyas fortificaciones eran todavía muy endebles. Se quiso intentar un ataque, pero, apenas nuestras columnas estuvieron en las calles, un fuego mortífero que salía de las ventanas, de los campanarios, de los tejados y de los respiraderos de las bodegas, les causó tales pérdidas que se vieron obligadas a batirse en retirada. Entonces, nuestras tropas cercaron la plaza, comenzando su asedio de una forma más metódica. Y se hubiera conseguido probablemente, si la retirada del rey José no hubiera obligado a retirarse también al Cuerpo francés que sitiaba Zaragoza, abandonando una parte de su artillería.
Así fracasó este Primer Sitio; pero nuestras tropas habían entrado victoriosas en Aragón, y el Mariscal venía en 1809 a atacar de nuevo a Zaragoza. Esta ciudad se encontraba ahora en mejores condiciones de defensa, porque sus fortificaciones se habían terminado, y toda la población levantada en armas de Aragón se había concentrado en la plaza, cuya guarnición había sido reforzada por una gran parte de las tropas españolas del ejército de Castaños, derrotadas por nosotros en Tudela, de modo que el número de los defensores de Zaragoza se elevaba a más de 80.000 hombres, y el Mariscal no contaba más que con 30.000 para sitiarla; pero nosotros teníamos excelentes oficiales. El orden y la disciplina reinaban en nuestras filas, mientras en la ciudad todo era inexperiencia y confusión. Los sitiados no estaban de acuerdo más que en un solo punto: defenderse “¡hasta la muerte…! ¡Los campesinos eran los más encarnizados! Habían entrado en la ciudad con sus mujeres, sus hijos e incluso sus rebaños, y a cada grupo se le había asignado el barrio o la casa que debía habitar, jurando defenderla.
Allí vivían todos amontonados, entremezclados con su ganado y hundidos en la suciedad más repugnante, puesto que no arrojaban ninguna basura fuera de sus casas. Las vísceras de los animales se pudrían en los patios, en las habitaciones, y los sitiados no se molestaban siquiera en recoger los cadáveres de las víctimas después de la horrible epidemia que semejante negligencia no tardó mucho tiempo en extender.
El fanatismo religioso y el amor sagrado a la patria exaltaban su valor y se abandonaban ciegamente a la “voluntad de Dios…”. Los españoles han conservado mucho del carácter de los árabes y son fatalistas; y, así, repetían sin cesar: “Lo que tiene que pasar, ¡pasará!”. En consecuencia, no tomaban ninguna precaución.
Atacar a semejantes hombres por la fuerza, en una ciudad en la que cada habitación era una fortaleza, hubiera sido repetir el fallo cometido durante el Primer Sitio y exponerse a grandes pérdidas, sin ninguna posibilidad de éxito. El mariscal Lannes y el general Lacoste, jefe de ingenieros, actuaron entonces con un prudente método, que, a pesar de su lentitud, había de conseguir la rendición o la destrucción de la ciudad.
Así, según la costumbre, se comenzó a abrir zanjas para alcanzar las primeras casas; llegados a ellas, estas casas se minaban; se las hacía estallar con sus defensores; después se minaban las siguientes, y así sucesivamente. Pero los franceses hacían estos trabajos corriendo grandes peligros, pues en cuanto aparecía uno de ellos, era blanco de los disparos de los españoles escondidos en los edificios vecinos. Así pereció el general Lacoste, en el momento en que se situaba ante una lumbrera para examinar el interior de la ciudad.
El encarnizamiento de los españoles era tan grande que mientras se minaba una casa y el ruido sordo de los martillazos les anunciaba la cercanía de la muerte, ninguno abandonaba la habitación que había jurado defender… Nosotros les oíamos cantar sus letanías; después, tan pronto como los muros volaban al aire, se desplomaban con estrépito, aplastando a la mayor parte de ellos; todos los que escapaban al desastre se agrupaban en los escombros y trataban de defenderlos parapetándose detrás del menor refugio desde donde ¡volvían a tirotear…!. Pero nuestros soldados, atentos al momento en el que debía estallar la mina, se hallaban prevenidos y en cuanto se producía la explosión, se lanzaban rápidamente sobre los escombros, mataban a todos los que encontraban, se colocaban detrás de los lienzos de pared, levantaban barricadas con muebles y vigas, y en medio de estas ruinas practicaban pasadizos para los zapadores que iban a minar la casa inmediata… Habiendo quedado destruído de este modo un gran tercio de la ciudad, las comunicaciones establecidas en este montón de ruinas formaban un intrincado dédalo en el que sólo era posible orientarse con la ayuda de jalones colocados por los oficiales de ingenieros. Además de las minas, los franceses emplearon numerosa artillería y arrojaron hasta ¡11.000 bombas! en la ciudad…
A pesar de todo, ¡Zaragoza resistía siempre…!. En vano el Mariscal, emocionado y apiadado de estos heroicos defensores, envió un parlamentario para proponerles una capitulación honrosa…, pero no fue aceptada. El sitio continuó. Pero si las minas conseguían destruir las casas, no sucedió lo mismo con los grandes conventos fortificados, porque ello hubiera exigido grandes esfuerzos. Nos limitábamos, pues, a hacer saltar un lienzo de sus espesos muros, y, en cuanto se abría la brecha, se lanzaba allí una columna al asalto. Los asediados acudían en su defensa, que resultaba terrible. Así fue cómo en esta clase de ataques perdimos el mayor número de nuestros soldados.
Los conventos mejor fortificados eran los de la Inquisición y el de Santa Engracia. Nuestros zapadores, cercanos ya a este último, habían minado uno de sus muros, cuando el Mariscal, mandándome llamar a media noche, me dijo que, para conseguir pronto el grado de jefe de escuadrón, me había reservado una de las misiones más importantes: “Al despuntar el día, se pegará fuego a la mina destinada a abrir el muro de Santa Engracia; ocho compañías de granaderos están preparadas para el asalto; he ordenado que todos los capitanes de las mismas fuesen elegidos entre los menos antiguos que Vd. Os doy el mando de esta columna. ¡Vaya a conquistar el convento y estoy seguro de que uno de los primeros correos de París me traerá vuestro despacho de jefe de escuadrón!”.
Acepté con agradecimiento, aunque me encontrase en aquellos instantes muy dolorido a causa de mi antigua herida. Al cicatrizarse, las carnes habían formado una especie de relleno que me hubiera impedido llevar cualquier gorro militar; además, el doctor Assalagny, cirujano mayor de los Cazadores de la Guardia, lo había reducido con nitrato de plata. Habiéndoseme practicado la misma víspera esta operación tan dolorosa, había tenido fiebre toda la noche, y me encontraba, por consiguiente, en bastante malas condiciones para lanzarme al asalto. ¡No importa! No había que dudar. Por lo demás, confesaré que estaba muy orgulloso del mando que el Mariscal me confiaba: “Ocho compañías de granaderos, a mí, simple capitán, ¡era algo magnífico…!”
Corrí, pues, a hacer mis preparativos y, al despuntar el día, me vuelvo a las trincheras, en la que me encuentro al general Razout, el cual, después de haberme entregado el mando de los granaderos, me aconseja que, no pudiendo pegar fuego a la pólvora antes de una hora, haría bien en aprovechar este tiempo para ir a examinar la muralla que la mina debía derribar, y calcular la anchura de la brecha resultante, a fin de preparar mi ataque. Me voy acompañado de un ayudante de ingenieros que debía guiarme en medio de las ruinas de un inmenso barrio ya derruído, y llego al fin al pie del muro del convento.
Allí terminaba el terreno conquistado por nosotros. Me hallé en un pequeño patio; un piquete de “voltigeurs” (tiradores), que ocupaba una especie de bodega contigua, había colocado en este patio un centinela resguardado de los disparos por un montón de planchas y puertas.
El ayudante de ingenieros, mostrándome entonces un grueso muro situado en frente de nosotros, me dijo que ése era el que se iba a hacer saltar en el momento en que se cargase la mina. .
En uno de los rincones del patio, en el que se había arrancado una bomba de agua, la caída de algunas piedras había dejado un hueco; el centinela me hace observar que, agachándome, se veían por esta abertura las piernas de una numerosa tropa enemiga situada en el jardín del convento. Para verificar el hecho y reconocer la configuración del terreno en el que iba a combatir, me agacho…, pero, en ese mismo instante, un español apostado en el campanario de Santa Engracia me dispara con su arma de fuego, y ¡caigo sobre el suelo…!
En principio no experimenté ningún dolor, y pensé que el ayudante cercano a mí me había empujado inadvertidamente; pero pronto la sangre salió a borbotones: “Había recibido una bala en el costado izquierdo, ¡a poca distancia del corazón…!”. El ayudante me ayudó a levantarme, y entramos en la bodega en que se encontraban los “voltigeurs”. Perdí tanta sangre que estuve a punto de desmayarme. Como no teníamos camillas, los soldados me pasaron entonces un fusil bajo los brazos y otro bajo las pantorrillas, y me llevaron así a través de los mil y un pasadizos practicados en las ruinas de este extenso barrio hasta el sitio en que había dejado al general Razout. Allí recuperé el sentido. El general quería hacerme curar, pero yo prefería ser atendido por el doctor Assalagny, y, comprimiendo la herida con mi pañuelo, me hice llevar al cuartel general del mariscal Lannes, situado a una distancia de un tiro de cañón de la ciudad, en el enorme edificio de una posada abandonada en el lugar conocido por las ESCLUSAS DEL CANAL DE ARAGÓN.
Viéndome llegar todo cubierto de sangre, llevado por soldados uno de los cuales me sostenía la cabeza, el Mariscal y mis compañeros me creyeron muerto. El doctor Assalagny aseguró lo contrario y se apresuró a curarme; pero no sabían dónde instalarme, porque todos los muebles del mesón se habían quemado durante el asedio, no quedaba ya ni una sola cama, por lo que nos acostamos sobre los ladrillos con que estaban pavimentadas las habitaciones. El Mariscal y todos mis compañeros me ofrecieron al instante sus capotes, con los que se formó un montón en el que me acostaron. El doctor inspeccionó mi herida y advirtió que había recibido en el cuerpo un proyectil que debía tener una forma plana, ya que había pasado entre dos costillas sin romperlas, lo que no habría podido hacer una bala ordinaria.
Para localizar el proyectil, Assalagny metió una sonda en mi herida, pero… ¡no encuentra nada…! Su rostro se vuelve preocupado, y viendo que no cesaba de quejarme al experimentar fuertes dolores en los riñones, me dio la vuelta sobre el vientre y exploró mi espalda… Pero en cuanto tocó el lugar en que las costillas se unen a la espina dorsal, no pude contener un grito de dolor: ¡allí estaba el proyectil!. Assalagny, tomando entonces un bisturí, hizo una gran incisión, y, al observar un cuerpo metálico que había entre dos costillas, trató de extraerlo con unas pinzas. Pero no pudiendo llegar a él a pesar de hacer violentos esfuerzos que me levantaban, mandó sentar a uno de mis compañeros sobre mis hombros y a otro sobre mis pantorrillas, y logró al fin arrancar una bala de plomo del calibre más grueso, a la que los fanáticos españoles habían dado la forma de un pequeño escudo aplanándola a martillazos. En cada una de sus caras se había grabado una cruz; en fin, unas muescas practicadas alrededor de toda la pieza hacían semejante esta bala a la rueda de un reloj. Eran precisamente esta especie de dientes los que, al estar clavados entre los músculos, habían hecho tan difícil la extracción. Una bala así aplastada presentaba demasiada superficie para entrar en un fusil, y debía haber sido disparada por un trabuco naranjero; al incidir de canto, había obrado como un instrumento cortante, pasando entre dos costillas y rodeando la caja torácica para salir de la misma manera que había entrado, conservando felizmente la fuerza necesaria para atravesar los músculos y la carne de mi espalda.
El Mariscal, queriendo dar a conocer al Emperador el fanático encarnizamiento con que se defendían los habitantes de Zaragoza, le envió la bala extraída de mi cuerpo. Napoleón, después de haberla examinado, mandó llevarla a mi madre, anunciándole que iba a ser nombrado jefe de escuadrón.
El doctor Assalagny era uno de los primeros cirujanos de la época, y, gracias a él, mi herida, que podía haber sido mortal, fue una de las que se curaron más rápidamente. El Mariscal poseía una cama plegable que le acompañaba a todas partes en campaña; tuvo la deferencia de prestarme un colchón y sábanas; mi portamantas sirvió de almohada, y mi capote, de manta. A pesar de todo, me encontraba muy mal, porque la habitación no tenía ni puertas ni ventanas, y el viento e incluso la lluvia penetraban en ella. Añadid a esto que la planta baja de la posada servía de hospital, y tenía por debajo de mí a un gran número de heridos, cuyos gemidos agravaban mis dolores. El olor nauseabundo que despedía este hospital penetraba hasta mí. Más de doscientos cantineros habían levantado sus tenderetes alrededor del cuartel general y había un campamento cerca de allí. Todo eran, pues, cánticos, gritos, redobles continuos de tambor, y, para completar esta música infernal, el fondo lo interpretaban numerosas bocas de fuego, ¡disparando noche y día contra la ciudad…! No me era posible dormir. Pasé quince días en esta triste situación hasta que, al fin, mi fuerte constitución se sobrepuso y pude levantarme.
Como el clima de Aragón era muy suave, aproveché para dar cortos paseos, apoyado en el brazo del buen doctor Assalagny o del amigo De Viry; pero sus obligaciones les impedían permanecer largo tiempo conmigo, y me aburría a menudo. Mi asistente vino un día a anunciarme que un viejo húsar, bañado en lágrimas, pedía verme; adivinaréis que se trataba de mi viejo mentor, el sargento de caballería Pertelay, cuyo regimiento acababa de llegar a España, y que, al saber que estaba herido, había acudido a verme. Me alegró volver a ver a este hombre tan valeroso y lo recibí maravillado; además, venía a hacerme compañía a menudo y me distraía con sus interminables historias y sus originales consejos que él creía poder darme todavía. Mi convalescencia fue corta, y hacia el 15 de marzo (sic) me encontré casi restablecido, aunque muy débil todavía.
La muerte hacía estragos espantosos entre los habitantes y la guarnición de Zaragoza, a quienes el tifus, el hambre, el hierro y el fuego habían hecho perecer a más de un tercio de su población, sin que los restantes pensaran en rendirse, pese a que los fuertes más importantes se habían tomado y las minas habían destruído ya una parte muy considerable de la ciudad. Pero como los frailes habían convencido a estos desgraciados de que los franceses los degollarían, ninguno se atrevía a salir de la plaza, hasta que la casualidad y la clemencia del mariscal Lannes consiguieron poner fin a este asedio tan memorable.
El 20 de marzo (sic), los franceses tomaron al asalto un convento de religiosas, encontrando en su interior no solamente a las monjas, sino también a más de trescientas mujeres de toda condición que se habían refugiado en la iglesia. A todas se las trató con gran miramiento y fueron llevadas a presencia del Mariscal. Estas desgraciadas, sitiadas por todas partes durante varios días, no habían podido recibir víveres de la ciudad y ¡se morían de hambre…! El buen mariscal Lannes las condujo él mismo en persona al mercado del campamento, donde, mandando llamar a todos los cantineros, les ordenó dar de comer a estas mujeres, añadiendo que él mismo se encargaría del pago. La generosidad del Mariscal no se limitó a eso, sino que las hizo a todas ellas regresar a Zaragoza. A su entrada en la ciudad, la población, que desde lo alto de los tejados y de los campanarios las había seguido con la vista, corrió a su encuentro para escuchar el relato de su aventura. Todas hicieron elogios del Mariscal y de los soldados franceses, y, desde aquel momento, la exaltación de la desventurada población se apaciguó y se acordó la rendición. Esa misma noche, Zaragoza capituló.
El mariscal Lannes, temiendo que, antes de entregar las armas, algunos fanáticos degollasen al príncipe Fuentes Pignatelli, puso como primera condición que se le entregase vivo. Pronto vimos llegar a este desgraciado, conducido por un carcelero de rostro temible quien, después de haberlo maltratado muy duramente durante su largo cautiverio, tuvo la insolencia de escoltarlo, con los pistolas al cinto, hasta la misma cámara del Mariscal, queriendo conseguir un recibo de su entrega, según decía, de propia mano del jefe del ejército francés. El Mariscal mandó que lo echasen; pero como este hombre no quería irse sin un recibo, Labédoyère, muy poco paciente, se enfureció y le hizo bajar las escaleras dándole grandes patadas en el trasero… En cuanto al príncipe Pignatelli, daba verdadera pena verlo, ¡por lo mucho que había sufrido durante su estancia en prisión! La fiebre lo devoraba, y no había una sola cama que ofrecerle; porque, así como lo he dicho antes, el Mariscal se había alojado en una casa enteramente vacía, pero que tenía la ventaja de estar situada cerca del punto de ataque, mientras que el general Junot, mucho menos escrupuloso, se había instalado a una legua larga de la ciudad, en un rico convento. Allí llevaba muy buena vida y ofreció la hospitalidad al príncipe, que éste aceptó. Pero esta hospitalidad se convirtió en funesta para él, pues, a causa de las juergas que Junot le hizo pasar, su estómago, deteriorado por el régimen de la prisión, no pudo soportar tan brusco cambio, y ¡el príncipe Pignatelli murió en el momento en que su regreso a la libertad le volvía tan feliz! ¡Dejó más de 900.000 francos de renta a un familiar colateral que no tenía casi nada! .
Cuando una plaza capitula, es costumbre que los oficiales conserven sus espadas. Así se hizo con los de la guarnición de Zaragoza, excepto con el gobernador Palafox, sobre el que el mariscal había recibido instrucciones directas del Emperador. He aquí los motivos. El conde (sic) Palafox, coronel de los guardias de Corps y amigo personal de Fernando VII, le había seguido a Bayona. La abdicación del príncipe y la de Carlos IV habían sumido en la consternación a los señores españoles que Napoleón había reunido en asamblea nacional, y casi todos reconocieron a José por su rey, porque, al verse en Francia bajo el poder del Emperador, temían ser encarcelados. Parece ser que el conde Palafox, que había tenido los mismos temores, había reconocido también al rey José, pero en cuanto regresó a España, se apresuró a protestar contra la violencia moral que pretendía se le había hecho, y corrió a ponerse al frente de los sublevados de Zaragoza.
El Emperador consideró este comportamiento como una perfidia, y ordenó que, después de la toma de la ciudad, el conde Palafox sería tratado no como prisionero de guerra sino como prisionero de “ESTADO”, por lo que fue desarmado y conducido al torreón de Vincennes. El mariscal Lannes se vio pues obligado a enviar a un oficial a arrestar al gobernador de Zaragoza y tomarle su espada. Esta misión se la confió a Alburquerque, a quien le pareció tanto más penosa no sólo porque él era también español, sino además pariente, antiguo compañero y amigo de Palafox. ¡Nunca pude comprender los motivos que impulsaron al Mariscal a hacer tal elección para aquella misión!. Alburquerque, obligado a obedecerle, entró más muerto que vivo en Zaragoza. Se presentó en casa de Palafox, el cual, entregándole su espada, dijo con noble orgullo: “Si vuestros abuelos, los ilustres Alburquerque, volvieran al mundo, no habría ni uno sólo que no prefiriera más encontrarse en el puesto del prisionero que entrega esta espada cubierta de gloria, ¡en vez de en el del renegado que viene a tomarla en nombre de los enemigos de España, su patria…!» .
El pobre Alburquerque, aterrorizado y casi desmayado, tuvo que apoyarse en un mueble. Esta escena nos la relató el capitán Pascual, el cual, designado por el Emperador para hacerse cargo de Palafox después de su detención, asistía a la entrevista de este general y de Alburquerque. El conde Palafox fue conducido a Francia, donde permaneció desde el mes de marzo de 1809 hasta 1814.
Pero, ¡ironía de las cosas humanas! Palafox que había sido proclamado gobernador de Zaragoza en el momento de la insurrección, la fama y la historia le han atribuído el mérito de la heroica defensa de la ciudad, y, sin embargo, bien poco contribuyó a ella, porque había caído gravemente enfermo desde los primeros días del sitio, y había entregado el mando al general Saint-Marc, un belga al servicio de España; éste fue quien verdaderamente sostuvo todos nuestros ataques con un valor y un talento admirables. Pero, como se trataba de un “extranjero”, el orgullo español otorgó toda la gloria de la defensa a Palafox, cuyo nombre pasará a la posteridad, mientras que el del valiente y modesto general Saint-Marc ha quedado ignorado, sin ninguna reseña histórica hacia su persona.
Al día siguiente de la capitulación, la guarnición de Zaragoza, después de desfilar ante el mariscal Lannes, depuso las armas y fue enviada a Francia como prisionera de guerra; pero como todavía contaba con un número aproximado de 40.000 hombres, dos tercios de ellos consiguieron evadirse para seguir matando franceses, uniéndose a varios guerrilleros que nos hacían una guerra encarnizada. Sin embargo, una gran parte de los hombres que salieron de Zaragoza murieron del tifus, cuyo germen ellos mismos portaban. En cuanto a la ciudad, sus calles, casi enteramente destruídas, ¡eran verdaderos cementerios llenos de muertos y moribundos! El contagio llegó a extenderse incluso a las tropas francesas que formaron la nueva guarnición.»