Por Javier Cañada Sauras
Abril 2012
Bicentenario de la Liberación de Zaragoza (1813-2013)
Últimamente han aparecido en castellano libros muy interesantes sobre la brillante actuación que los soldados polacos, formando parte del ejército francés, tuvieron en los Sitios de Zaragoza (1808-1809). Todos relatan los acontecimientos bélicos tal como sucedieron en su presencia y narran hechos personales ante la situación de la población zaragozana, así como sus impresiones en el ataque y asalto a la ciudad durante los dos terribles asedios que sufrió por las tropas napoleónicas.
Concretamente, destacamos los siguientes:
FIJALKOWSKI, Wieslaw Felix: La intervención de las tropas polacas en los Sitios de Zaragoza de 1808 y 1809.- IX Premio Los Sitios de Zaragoza, Asociación Cultural “Los Sitios de Zaragoza”, año 1994.- Institución “Fernando el Católico” (CSIC).- Excma. Diputación de Zaragoza.- Zaragoza, 1997.
Soldados polacos en la Guerra de la Independencia Española (1808-1814), Edición y traducción de Fernando PRESA GONZÁLEZ/Grzegorz BAK/Agnieska MATYJASZCYK GRENDA/Roberto MONFORTE DUPRET.- Fenice textos.- Huerga & Fierro editores.- Madrid, 2004.- De los tres autores polacos cuyas “Memorias” traducidas al castellano se incluyen, el más interesante para nosotros es el relativo a Zaragoza que se titula: El asedio y la defensa de Zaragoza en los años 1808-1809, Varsovia, 1819, por Józef MROZINSKI.- Vid. la revista “Eslavística Complutense” correspondiente a los años 2002 y 2003, publicada por la Universidad Complutense de Madrid.
GONZÁLEZ CAIZÁN, Cristina: El anónimo polaco.- Zaragoza en el año 1809.- Institución “Fernando el Católico” (CSIC).- Excma. Diputación de Zaragoza.- Zaragoza, 2012.
Nosotros, por nuestra parte, aportamos aquí la traducción al castellano del texto en francés de la obra cuyo título original es: SOUVENIRS D’UN OFFICIER POLONAIS: SCÈNES DE LA VIE MILITAIRE EN ESPAGNE ET EN RUSSIE (1808-1812), de HEINRICH VON BRANDT, por el BARON ALFRED AUGUSTE ERNOUF, publicados en París el año 1877 por el editor G. Charpentier.
“SOUVENIRS D’UN OFFICIER POLONAIS: HEINRICH VON BRANDT”
“SCÈNES DE LA VIE MILITAIRE EN ESPAGNE ET EN RUSSIE (1808-1812)”
POR EL BARÓN ALFRED AUGUSTE ERNOUF
PARIS, G. CHARPENTIER, ÉDITEUR, 1877
Il a été tiré vingt-cinq exemplaires numérotés sur papier de Hollande.- Prix: 7 fr.
PREFACIO
Estos relatos, publicados en parte hace algunos años en la “Revue Contemporaine”, están tomados de un libro de los más interesantes para nuestra historia militar, aunque está escrito en alemán: las MEMORIAS del general de BRANDT. (Aus dem Leben des G. I. H. de Brandt, Berlín, 1868-1869).
Nacido en la parte del territorio polaco que se había atribuído Prusia después del último reparto, y que le había entregado el tratado de Tilsit, el autor de estas MEMORIAS había hecho sus primeras armas en uno de los regimientos polacos auxiliares llamados del Vístula y servido con honor bajo nuestras banderas desde 1808 a 1813, en España, en Rusia y en Alemania, hasta la batalla de Leipzig, en que fue peligrosamente herido y hecho prisionero. No era la primera vez, como se verá, que este joven e intrépido oficial, condecorado con la Legión de Honor a los veinte años, capitán a los veintidós, vertía su sangre por Francia. Más tarde, es cierto, pero solamente después de que los tratados de 1815 hubieran vuelto a colocar a su país natal bajo el dominio de Prusia, HENRI DE BRANDT entró al servicio de esta potencia. Sin embargo, sus MEMORIAS atestiguan que su pensamiento se trasladaba preferentemente a los primeros años de su carrera, a la época en que combatía en nuestras filas. No hay quizás en ello, en toda la literatura alemana, una segunda obra tan francesa como ésta.
Estas páginas tienen todavía otro mérito más, muy buscado hoy. Se encontrarán en ellas no sólo anécdotas personales inéditas sino también muchos detalles íntimos, de un colorido muy vivo y muy real, sobre la vida en los campamentos y en los vivacs, detalles que la mayoría de los escritores militares desdeñan equivocadamente, porque tienen su valor filosófico, independientemente de su atractivo pintoresco.
Nosotros nos hemos esforzado por recoger todo lo que podía interesar seriamente a los lectores franceses en estas MEMORIAS, cuyo verdadero título debería ser: ESCENAS DE LA VIDA REAL EN LOS EJÉRCITOS DEL PRIMER IMPERIO (1).
BARÓN ERNOUF.
(1) Estas MEMORIAS póstumas han sido publicadas por el hijo del general de Brandt, en 1868 y 1869. Están dedicadas a un colega e íntimo amigo del autor, el célebre general de Moltke.
CAPÍTULO II
Llegada a Pamplona.- El 2º regimiento del Vístula.- Victoria de Lannes en Tudela.- Consternación en Zaragoza.- El ataque a esta ciudad aplazado dos veces.- Motivos de este retraso y sus molestas consecuencias.- Sufrimientos de los soldados en Alagón.- Se reanuda al fin la ofensiva.- Combate del 21 de diciembre; el Barranco de la Muerte.- Primeras jornadas del asedio.
…Nuestra llegada a Pamplona coincidía precisamente con las grandes operaciones emprendidas por Napoleón para vengar el honor de las armas francesas, y volver a conquistar España casi enteramente perdida tras el desastre de Bailén. El 11 de noviembre, el ejército de Blake (ejército de Extremadura) había sido aniquilado por el mariscal Víctor. Napoleón meditaba atacar de un modo más decisivo a Castaños y Palafox (ejércitos de Andalucía y de Aragón). Lannes debía atacarles de frente; Ney cortarles la retirada hacia Madrid. Las tropas de Lannes, las mismas con las que iba a librar y ganar la célebre batalla de Tudela (23 de noviembre), se componían del cuerpo de Moncey (3º), de una división del 6º, y de algunas brigadas de caballería. Destinados a formar parte del 3º cuerpo, nos enviaron con otros depósitos a Milagro, donde tuvo lugar nuestra incorporación. Tras detenernos algunas horas, marchamos a Lodosa, donde todo el 3º cuerpo estaba reunido. Mi regimiento (2º del Vístula) formaba parte de la 1ª brigada (Habert), de la 1ª división. Teníamos de coronel a Chlopicki, el futuro general en jefe del ejército polaco en 1831. Era uno de los oficiales más valientes y de una severidad puritana en cuanto a la disciplina.
El efecto moral de la jornada de Tudela fue inmenso, porque este ejército español tan vencido completamente se componía de los andaluces de Castaños, vencedores en Bailén; de los aragoneses de Palafox, tan orgullosos de su primera defensa de Zaragoza (1). Fueron rechazados en un desorden total, los primeros a Calatayud, donde desgraciadamente no se encontraba Ney para recibirlos, lo que dio lugar a muchos comentarios; los demás a Zaragoza, donde los primeros fugitivos llegaron, según se dice, desde las nueve de la tarde, aunque esta ciudad esté a dieciocho leguas del campo de batalla. La acción, con sus diversas peripecias, había durado desde la mañana hasta la tarde, pero ninguna tropa nuestra había entrado en combate más de dos horas. La brigada Habert había acudido al ataque de las colinas, pero mi batallón estaba situado en reserva y a una tan gran distancia del enemigo que, sin el ruido del cañón y el silbido de una bala de cañón que pasó por encima de nosotros, no habríamos creído estar en un campo de batalla.
Los enemigos que huían desde Zaragoza fueron perseguidos hasta Alagón, donde no nos pudimos quedar por falta de víveres. Toda esta ruta estaba sembrada de muertos, la mayoría voluntarios sin uniformes, a los que la caballería no daba cuartel. Estos cadáveres se quedaron varias semanas sin ser enterrados, y esta negligencia tuvo consecuencias muy funestas para nosotros.
En los primeros momentos, la consternación era tan grande en Zaragoza que se esperaba allí un resultado muy distinto. Por lo demás, un gran número de habitantes de las ciudades y de los pueblos vecinos, temiendo la venganza de los franceses, venían a buscar asilo a la capital con sus familias. En los primeros días de la batalla, había en la ciudad más de cien mil refugiados, entre ellos muchas mujeres y niños. Si desde Alagón, que nuestra vanguardia ocupó el 27 de noviembre, hubiéramos marchado sin demora sobre Zaragoza, este movimiento hubiera podido decidir la retirada de los patriotas más exaltados y la ocupación de la ciudad sin pegar un tiro. Por desgracia, Lannes, que estaba enfermo, había tenido que dejar el mando a Moncey, que no tenía ni la misma prontitud de visión ni la misma iniciativa. Por lo demás, en este momento, una parte de las tropas que habían combatido en Tudela se había lanzado en persecución de Castaños, y Ney no aparecía todavía. Moncey retrocedió con el pretexto de que faltaban provisiones; en realidad, era porque temía entrar en acción con las tres divisiones que le quedaban. Veinticuatro horas después, Ney se unía a ellos. Al comprender, pero demasiado tarde, la equivocación que había cometido dejando escapar a Castaños, pensaba repararla concurriendo al asedio de Zaragoza.
Pronto recibimos la orden de avanzar. El 30 de noviembre, la vanguardia estaba a la vista de Zaragoza, que saludó con alegres ¡Hurras!… La victoria de Tudela, el contacto con los veteranos de la división de Lagrange del 6º cuerpo y de la caballería habían fortalecido la moral de los jóvenes soldados del 3º cuerpo. No dudábamos de que fuera posible e incluso fácil apoderarnos de la ciudad de un solo golpe de mano, con las fuerzas reunidas de los dos mariscales. ¡Júzguese nuestra decepción cuando recibimos al día siguiente la orden de retroceder a Alagón todavía una vez más! Ney, cuya reunión con Moncey había desaprobado el Emperador, tanto como su inmovilidad precedente, partía de nuevo precipitadamente en persecución de Castaños y cometía en esta circunstancia una tercera equivocación, la de llevarse todas sus tropas, lo que necesitaba o excusaba un nuevo aplazamiento (2).
Nos quedamos acantonados en Alagón y en sus alrededores en unas condiciones deplorables. Salvo la pequeña ciudad de Tudela, toda la comarca estaba absolutamente devastada. Sus habitantes habían huído; hacía un tiempo espantoso; huracanes de un cierzo glacial alternaban sin tregua con aguaceros diluvianos. Nos acostábamos en la misma tierra desnuda, siendo la paja un lujo desconocido en el país. Los soldados cortaban los olivos, arrancaban las puertas y las ventanas de las casas desiertas para alimentar los fuegos del vivac.
El servicio de los víveres dejaba también mucho que desear. Las raciones de pan eran reemplazadas a menudo, en todo o en parte, por arroz o habas. En cuanto a la carne, se había asignado un cordero para treinta hombres, pero las partes interiores del animal faltaban siempre, y esta carne nos llegaba en un estado enmohecido poco apetitoso. Teníamos en principio vino en abundancia, pero se desperdició tan deprisa que pronto costó conseguirlo, incluso pagándolo. El servicio era de los más penosos: se trataba de patrullas continuas, de tomas de armas generales desde las tres o cuatro de la mañana, cuando no teníamos que velar toda la noche. También hubo pronto muchos enfermos en los nuevos regimientos.
Al fin, el 16 de diciembre, habiendo llegado la artillería del asedio, así como las dos divisiones de Gazan y Suchet del cuerpo de Mortier, marchamos de nuevo contra Zaragoza. Los soldados desanimados por las dos retiradas anteriores, decían en voz alta que iba a suceder lo mismo esta vez; pero pronto se desengañaron…
El 21, atacamos el Monte Torrero, que habíamos ocupado la primera vez sin resistencia (3). Mientras nuestras baterías cañoneaban una obra llamada Buena Vista, recientemente construída sobre esta colina, una de las brigadas de la división de Grandjean hacía un falso ataque; y la otra, la de Habert, de la que formaba parte mi regimiento, rodeaba la posición. El choque principal tuvo lugar en el subterráneo abovedado sobre el que pasa el canal de Tudela. Esta especie de sótano, que los españoles habían parapetado fuertemente, mereció aquel día el nombre de Barranco de la Muerte. Nuestros tiradores emboscados a derecha e izquierda, hacían un fuego muy nutrido tirando al bies en este subterráneo. Los que lo ocupaban, que habían tenido gran número de muertos o heridos por el rebote de las balas sin poder responder al fuego, acabaron por abandonar la partida. Dueño de este pasadizo, Habert desembocó en la orilla izquierda del Huerva, entre la ciudad y el Monte Torrero, que el enemigo evacuó precipitadamente para no quedar aislado.
El Monte Torrero, que es como el puerto de Zaragoza, se eleva a orillas del canal; desde allí se divisa la ciudad entera. Había entonces sobre la colina un convento con dos hermosos campanarios, y los edificios de la aduana donde nuestros soldados se instalaron inicialmente, pero pronto fueron destruídos por el cañón de los sitiados. Desde nuestra primera aparición, las pendientes de esta colina, cubierta de quintas, vergeles y viñedos, ofrecían el aspecto más risueño. Pero, en el intervalo, las casas habían sido destruídas, los árboles talados: no quedaba ya más vestigio de las bellas avenidas de olmos que unían este barrio con la ciudad. Tales son las necesidades de la guerra.
Por la tarde, en el vivac, se contaba que el ataque de la división de Gazan sobre la orilla izquierda había fracasado, aunque esta división estaba compuesta por tropas de élite. Se comentaba también que los soldados de Suchet, encargados de tomar las alturas de la orilla derecha, no habían cumplido su misión muy a tiempo, lo que había permitido a la guarnición del Monte Torrero huir entre ellos y nosotros… Sin embargo, al día siguiente, la ciudad fue completamente sitiada por las dos orillas. Nuestra división estaba a caballo en la ruta de Valencia; sus primeros puestos llegaban hasta el Ebro. Teníamos en frente de nosotros una de las principales contrucciones avanzadas de la defensa, el convento de San José.
El 22 y 23, tuvimos que soportar el fuego de tiradores emboscados en las plantaciones de olivos, verdadero bosque que se extendía entre nosotros y la ciudad. Pero teníamos en el regimiento jóvenes de las orillas del Narew, región en la que la caza acuática abunda, y en la que todos son cazadores. Los primeros enemigos que abatieron fueron precisamente refugiados que llevaban consigo su peculio. Además, nuestras gentes se aficionaron pronto a esta pequeña guerra, y se mostraron en ello tan hábiles que, con su gran pesar, el enemigo abandonó pronto la partida.
CAPÍTULO III
Misión en Alagón.- El pabellón improvisado.- Grave enfermedad.- El hospital, el tifus y los enterradores españoles.- Un horrible despertar.- Curación y regreso al campamento.- Una noche en la trinchera.- El mariscal Lannes.- El hogar de la cantinera.
El 24 a la tarde, recibí del coronel la orden de regresar a Alagón para reunirme allí con los soldados de la legión del Vístula que se habían quedado atrás por enfermedad o fatiga, y formar la escolta de un convoy de víveres y de efectos de vestuario. Esta misión apenas me gustaba, pero me correspondía por derecho como oficial más joven. Sin embargo, partí con un mal presentimiento…
El comandante militar de Alagón era un viejo capitán de caballería llamado Bruno, que dedicaba mucho esfuerzo en poner un poco de orden y disciplina entre los vagos de los diferentes cuerpos, y apenas conseguía éxito en su tarea. “Vd. cae aquí en un mar de desorden, me dijo él”. Sin embargo, con la ayuda de un valiente sargento que salía del hospital de San Juan Pie de Puerto, llegué a reunir en unas horas una veintena de hombres de mi regimiento. Nos establecimos por la noche en una casa abandonada; allí hicimos un buen fuego con vigas de madera y tablas cogidas de otra. A falta de paja, teníamos cáñamo. Por la tarde, al hacer su ronda, el comandante nos encontró instalados militarmente con un centinela a la entrada de nuestra morada y librando un duro asalto con nuestras raciones de cordero coriáceo. Él me felicitó por la hermosa disposición de mi pabellón improvisado.
Debíamos abandonar Alagón al día siguiente, pero a mí me era muy necesario quedarme allí siempre. Desde hacía algún tiempo ya no me sentía bien. Durante aquella noche, de un frío glacial, mi malestar aumentó sensiblemente. Por la mañana, tuve una fiebre ardiente, complicada con disentería. Tuvieron que llevarme urgentemente al hospital militar, más parecido a una cueva de asesinos que a un lugar en el que pudiera sanar. Este hospital estaba instalado en un sucio convento en que los frailes, refugiados en Zaragoza, causaban probablemente las heridas de las que se volvía a morir en su casa. El tifus reinaba allí como dueño y señor, estando toda la comarca infectada por la descomposición de los cadáveres que se habían dejado largo tiempo sin sepultura después de la batalla de Tudela.
En los primeros días, estando todavía consciente, seguía desde mi cama los detalles del enterramiento de los numerosos enfermos que sucumbían. Se tiraban por las ventanas en un estado de desnudez completa, y caían unos sobre otros con un ruido apagado y sordo como sacos de trigo. Luego se cargaban en carretas para llevarlos a inmensas fosas que se excavaban incesantemente a una centena de pasos de allí. Los españoles requeridos para esta tarea se dedicaban a ella con una alegría diabólica. Me señalaban los numerosos túmulos, mostrándome unas fosas ya llenas y vueltas a cerrar, y me hacían señas de que el trabajo no les iba a faltar…
Este espectáculo no era propio para acelerar mi curación. Pronto perdí la razón completamente; caí en un estado de desvanecimiento total que duró muchas horas.
Una sensación inexplicable de frío me recordó a mí mismo una noche. Entre las tinieblas escuché quejidos y estertores confusos; sentía un olor sofocante. A las primeras luces del día, me ví tendido en una camilla de cáñamo apestada de basuras, en un lugar desconocido, repleto de muertos y moribundos. Sobrecogido de horror, hice un violento esfuerzo para volverme a levantar y huir de este lugar horrible; mis fuerzas me traicionaron y volví a caer desvanecido.
Al recobrar el conocimiento y volverme a encontrar en mi cama ordinaria, creí haber sido juguete de una horrorosa pesadilla. Pero mi aventura no era demasiado verdadera: en medio de un acceso de fiebre, me había levantado, y, andando a tientas, había pasado de la sala de oficiales al cuartel de los simples soldados. Allí había sido felizmente reconocido y recogido por un cirujano de nuestra división, enviado como auxiliar al hospital.
Este cirujano, que pereció en la retirada de 1812, pasaba por ser un hombre torpe y brutal; los soldados le llamaban el carnicero. Sin embargo, me cuidó con mucha abnegación; después de Dios, fue a él y al buen capitán Bruno a quienes debo la vida. En total no estuve enfermo más de un mes. Mi juventud y la fuerza de mi constitución triunfaron de la peste; pero el ruido sordo de los cadáveres que caían de las ventanas de aquel fúnebre hospital me persiguió mucho tiempo en mis sueños. En el momento de mi partida, los enterradores españoles aseguraban que el número de muertos sobrepasaba ya los dos mil, y creía que no exageraban. No obstante, el comandante militar era un persona excelente, lleno de celo; el cirujano en jefe tenía una excelente reputación; pero, sobrecargados de trabajo, estaban obligados a sobreponerse, por una multitud de detalles esenciales, a subalternos poco escrupulosos y no vigilados. A menudo he reconocido, en mi carrera militar, la exactitud del proverbio alemán que dice que “el verdadero señor es el subalterno”. (Das niederträchtige ist das mächtige) (4).
El 19 de enero de 1809, estaba de vuelta en mi regimiento, después de veinticinco días de ausencia. En este intervalo, el asedio había hecho progresos, sobre todo de nuestro lado. Desde hacía ya ocho días, éramos dueños del convento de San José. Los oficiales superiores estaban instalados en las ruinas de las casas de campo y las viviendas de los viñadores. Los oficiales inferiores y los soldados, para protegerse del fuego de los sitiados, excavaban en tierra verdaderas guaridas de forma oblonga, de alrededor de cuatro pies de profundidad y cubiertas de ramas de árboles. Cuando llovía, se chapoteba como en un pantano… El servicio de los puestos, de las patrullas, de los reconocimientos, era muy penoso; además, teníamos faenas continuas por los trabajos del asedio. A la caída de la noche, todas las compañías con números pares tomaban las armas. Eran relevadas por las que llevaban los números impares; éstas lo eran a su vez por las compañías de granaderos y tiradores. A las tres de la mañana, todo el mundo estaba en pie.
En la noche del 21 al 22 de enero, estuve por primera vez de guardia en la trinchera con veinticinco hombres del batallón. Tenía a mi derecha un puesto del 14º regimiento de línea, mandado por un viejo sargento, que en seguida entabló conversación. Era un viejo trotamundos que había servido en Italia, en Austria, en Polonia, y se había encontrado ya en varios asedios. Me dio a mí, así como a mis hombres, instrucciones prácticas muy útiles sobre el servicio en la trinchera. Nos enseñó cómo era necesario actuar para desplazar un poco los sacos de tierra según las circunstancias, y aprovecharse así de los boquetes para espiar al enemigo y dispararle de improviso un tiro de fusil, teniendo mucho cuidado de no ser sorprendido uno mismo en este juego, lo que era, según él, la cosa más mortificante del mundo.
Aquella noche, nuestros trabajadores caminaban por la pendiente del Huerva para empujar los aproches al otro lado de este arroyo. Los sitiados los oían claramente y disparaban desde muy cerca al buen tuntún sobre ellos y sobre nosotros. Felizmente la oscuridad y la lluvia volvían incierto su tiro. Pero, en cuanto llegó el día, tuvimos que soportar un fuego más certero que partía a nuestra izquierda desde el convento de Santa Engracia y tomaba nuestras líneas de través. Unos obreros fueron muertos o heridos; varios de nuestros cestones atravesados por las bolas de cañón, y muchas balas silbaron encima de nuestras cabezas, pero ninguno de mis hombres fue alcanzado. De vuelta al campamento, mi valiente sargento del 14º me indicó en la paralela algunos lugares que no estaban suficientemente a cubierto, y en los que era preciso pasar deprisa zambulliéndose en el agua. Seguí su consejo e hice bien, porque, algunas horas después, otro oficial, pasando sin precaución por uno de estos malos lugares, fue mortalmente herido.
El 23 por la tarde, nos enteramos de que Lannes, restablecido al fin, acababa de llegar y volvía a tomar el mando. Esta noticia fue acogida con una viva satisfacción; todo el mundo preveía que las acciones iban a tomar un paso más vivo.
La misma tarde, encontrándome por gusto en la trinchera, ví, en un lugar muy expuesto, al general de ingenieros Lacoste en animada conversación con un personaje vestido con una levita verde, sin uniforme ni espada. Los dos miraban atentamente con sus catalejos el lado de la ciudad, sin preocuparse de las balas y bolas de cañón que les llegaban de todas partes. Al final, el interlocutor de Lacoste, que no era otro que el mariscal en persona, se percató del peligro y dijo en voz alta: “Nos han visto, vámonos de aquí”. Esta vez había podido contemplar con toda tranquilidad la bella y severa figura de Lannes, que no había podido ver más que un instante en medio de un torbellino de polvo el día de la batalla de Tudela.
Durante toda la jornada del 26, nuestras baterías hicieron un fuego violento sobre la ciudad, que respondió con lo mismo, pero sin hacernos mucho mal. Por la tarde, nos enteramos de que habíamos obtenido un éxito importante en la otra orilla del Ebro (5). Las primeras noticias de lo que había pasado en otros puntos nos llegaban a menudo por la cantinera durante nuestro almuerzo, que se componía ordinariamente de una sopa de mala harina, con vino y azúcar bruto todavía más malo. Esta mujer se había preparado una especie de hogar de cocina con piedras planas cogidas, como se vio en seguida, de un cementerio vecino. Un día que estábamos allí reunidos, como de costumbre, alrededor de un fuego de madera de olivo, uno de nosotros observó un fragmento de inscripción sobre una de las piedras, y llegó a descifrar estas palabras: Percussus morbo decessit qui intus jacet. ¡Extraña contradicción del corazón humano! Este descubrimiento alejó de este lugar a muchos oficiales; estos hombres, que en todo momento se enfrentaban a la muerte, ¡experimentaban una invencible repugnancia a comer sobre la losa de una tumba!
CAPÍTULO IV
Asalto del 27 de enero.- La Casa González.- La guerra de las calles.- Lacoste y Rogniat.- El convento de Santa Mónica.- Espantosa escena en el hospital de locos; los muertos, los moribundos y el incendio.- El ataque al Coso.- El capitán Boll.- Jornada decisiva del 18 de febrero.- ¡Al fin!
El asalto general del 27 fue una de las más sangrientas jornadas del asedio. Desde la víspera nuestra artillería redoblaba su fuego para agrandar las brechas. A las nueve, los destacamentos designados para los diferentes ataques avanzaron. La columna que debía penetrar en el jardín del convento de Santa Mónica se componía de 400 hombres, del 14º de línea y del 2º del Vístula. Una segunda, menos numerosa, debía apoderarse de una brecha situada a la izquierda de la anterior, y muy cerca de una de las principales baterías de los sitiados, la que llevaba el nombre de su intrépido comandante en jefe. Una tercera columna, compuesta por un batallón del 2º regimiento del Vístula, el mío, fue dirigida a la derecha de los conventos contiguos de Santa Mónica y de San Agustín, hacia la Casa González, construcción en piedra aislada, situada en saliente entre este último convento y el Ebro, y unida al recinto por un camino cubierto. Estos tres ataques de la derecha debían coincidir con el asalto al gran convento de Santa Engracia en el centro.
De los tres ataques de la derecha, no hubo entre ellos más que uno que lo logró completamente, el de la brecha cercana a la batería de Palafox. La brecha del jardín de Santa Mónica se encontró más alta de lo que se pensaba. Nuestros tiradores llegaron a ascenderla y alojarse en ella, pero no pudieron ir más allá. Al final, el ataque a la Casa González, en la que me encontraba, fracasó totalmente. Sin embargo, habíamos logrado penetrar en este edificio, aunque allí también la brecha fue apenas practicable. Pero muy pronto fuimos atacados por un fuego infernal, que partía a la vez del lugar, del piso superior, de todos los rincones y escondrijos de la casa. Nos batimos en retirada, e incluso bastante precipitadamente. El teniente coronel Beyer, que nos mandaba, fue gravemente herido en la mejilla; al capitán de mi compañía, llamado Matkowski, de Cracovia, le rompió la pierna una bala de cañón y quedó en poder del enemigo.
Felizmente, el gran ataque del centro, el de Santa Engracia, muy bien dirigido por el coronel Chlopicki, había obtenido un éxito pleno. No solamente quedamos dueños de este convento sino también del de los Capuchinos que estaba próximo a él. La pérdida de esta posición capital iba a obligar a los españoles a abandonar todas las defensas exteriores que se convirtieron en nuestra línea del frente. La misma tarde, volvimos a entrar en la Casa González, que acababa de ser evacuada. Allí encontramos los cadáveres de once de nuestros compañeros, horriblemente mutilados. Matkowski no estaba entre ellos; había sido llevado a un hospital, donde lo encontramos después del asedio. Pero estaba en las últimas y murió sin haber reconocido a nadie. Sentí vivamente la muerte de este oficial, hombre muy instruído, que me había acogido muy amistosamente.
A la guerra de las murallas iba a suceder la de las casas y calles, más terrible todavía. La noticia de las victorias francesas en Uclés, Alcañiz y Leciñena, no había acabado en modo alguno con el ánimo de los sitiados. No pensaban en ello, y sólo querían acordarse de Bailén.
El 28 y el 29, continuamos por nuestra parte batiendo en brecha el convento de Santa Mónica, al que el enemigo se aferraba. El 30, una compañía del 14º regimiento logró al fin alojarse en una parte del jardín y en la iglesia de este convento, y se mantuvo allí luchando contra una fuerte ofensiva (6). Había entre nosotros muchos católicos, pero sus conocimientos en hagiografía eran muy limitados. Ninguno de ellos sabía lo que era esta Santa, ¡que nos quería tan mal! Después de la ocupación de los edificios de la Universidad, donde los soldados tomaban a brazadas libros de la biblioteca para encender el fuego, un oficial descubrió en uno de estos libros una vida de Santa Mónica. Muchos años después, viendo en París el hermoso cuadro de Ary Scheffer que representa a San Agustín y a su madre en éxtasis, me acordé de los dos conventos de Zaragoza, puestos bajo su advocación.
El 1º de febrero, la noticia de la muerte del general de ingenieros Lacoste produjo una consternación general, incluso entre los simples soldados. Era un hombre de gran mérito y de una afabilidad singular, sabiendo a la vez hacerse obedecer y hacerse amar. Su sucesor fue el coronel Rogniat, el que atacó tan vivamente a Napoleón después de su caída. Este oficial, por lo demás capaz, no era tan bien visto por el soldado como Lacoste, ni con mucho. Su fisonomía no tenía nada de simpática; se le notaba un aire de suficiencia, incluso despreciativo con sus inferiores.
Cuanto más avanzábamos, la resistencia se volvía más encarnizada. Para no ser muertos, o al menos para serlo lo menos posible, nos era preciso conquistar una a una estas habitaciones transformadas en reductos, donde la muerte nos acechaba por así decirlo por todas partes, por los respiraderos de las bodegas, detrás de las puertas, por los postigos agujereados de antemano. Cuando penetrábamos en una casa, nos era necesario primero inspeccionarla cuidadosamente desde la base hasta el tejado. Habíamos aprendido por experiencia que una resistencia interrumpida bruscamente podía ser una astucia de guerra. A menudo, mientras nos instalábamos en un piso, nos fusilaban a quemarropa desde el piso superior por aberturas practicadas anteriormente en los suelos. Los escondrijos, los escondites que se encuentran frecuentemente en las construcciones antiguas, facilitaban emboscadas mortales. Teníamos sobre todo que vigilar bien los tejados. Estos aragoneses, con su calzado de jerga (alpargatas), andaban por ellos con tanto desembarazo y tan poco ruido como los gatos, lo que les permitía volver a practicar incursiones inesperadas muy a espaldas de nuestra línea de operaciones. Era una verdadera guerra aérea de guerrillas. Estábamos tranquilamente junto al hogar, en una casa ocupada hacía días, cuando de repente recibíamos tiros por una ventana como llovidos del cielo.
En estas últimas y terribles peripecias, nuestros zapadores, nuestros minadores fueron admirables. Se les veía siempre aparecer en tiempo útil allí donde el peligro era grande y su socorro necesario; a la cabeza de las columnas de ataque; en las bodegas que el enemigo estaba a punto de minar; allí donde había una puerta que volar, una comunicación que abrir. A menudo, al entrar en una casa, nos encontrábamos inopinadamente en frente de una pared interior agujereada, erizada de fusiles… En el mismo instante tenía lugar una explosión, y el obstáculo mortal se desplomaba como un decorado de teatro. Las dificultades eran grandes, sobre todo cuando era preciso caminar a través de los cimientos masivos de los conventos, de las iglesias; las piedras parecían asociarse a la resistencia encarnizada de los hombres.
Por su parte, los españoles no escatimaban nada para paralizar nuestros progresos. Así, cuando se veían obligados a evacuar un edificio, amontonaban allí haces de leña empapados en resina y les pegaban fuego. Estos incendios no podían destruir las casas construídas en piedra; pero retrasaban nuestra instalación y daban tiempo a los sitiados para preparar la defensa de las casas vecinas.
A pesar de todo, las divisiones de Grandjean y Musnier, encargadas del ataque de la derecha, ganaban insensiblemente terreno. Pero, en los primeros días de febrero, sus tropas se reducían a una decena de miles de hombres, y nosotros perdíamos constantemente soldados. Cada día, un tercio de estos efectivos se empleaba en los trabajos del asedio, el segundo tercio, en reserva; el tercero, que estaba destinado a descansar, quedaba encargado del servicio del campamento y del exterior; sin contar las ofensivas de los sitiados, con alertas casi diarias. Sobre todo, encontramos terribles obstáculos en las inmediaciones del hospicio de los locos, entonces transformado en hospital. Los jefes españoles comprendían tan bien como los nuestros la importancia capital de esta posición que dominaba la calle principal de Zaragoza, el Coso.
El 7 de febrero pasó algo horrible. Los españoles habían evacuado al fin este hospicio minado por todas partes. Los asaltantes penetraron allí sin encontrar resistencia; pero el espectáculo que tenían ante su vista hizo retroceder a los más intrépidos. Las camas, los suelos de las salas estaban repletos de muertos y moribundos que no habían tenido tiempo de retirarlos. Pero sí lo habían tenido para preparar su incendio, y ya las llamas corrían a nuestro encuentro, consumiento todo a su paso… Yo mandaba un destacamento de veinte hombres que cubría la izquierda de la columna, caminando a través de los patios adyacentes y las dependencias del edificio principal. El sargento de zapadores que nos servía de guía tomó una dirección equivocada, y nos llevó precisamente hacia el foco del incendio. Nos encontramos de repente sumergidos en una humareda espesa, inhalando el olor abominable de la carne asada… Hubo un momento de ¡Sálvese quien pueda! general: felizmente volví a encontrar a tientas bajo mi mano, en esta oscuridad apestosa, una ventana que rompí y que nos volvió a dar un poco de aire y de luz. Entonces nuestro guía pudo orientarse y, después de muchos rodeos, salimos sanos y salvos de este lugar abominable.
Al día siguiente, nuestra división entera tomó parte en el ataque de la calle del Coso. A través del chisporroteo continuo de las descargas de fusilería, resonaban a intervalos detonaciones más fuertes, ya por la gruesa voz del cañón, ya por la explosión de alguna mina. Estaba en el Coso (7) con una cincuentena de soldados, ocupados en construir una barricada. Granaderos apostados en unas ventanas cercanas cubrían nuestro trabajo, con el fin de establecer la comunicación de un lado a otro de la calle. De repente nuestros oídos se quedan desgarrados por el ruido tan conocido de una mina que estalla; ¡silbido y rugido! Una casa vecina se desploma, dejando a la vista una batería improvisada, que nos envía casi a quemarropa, paquetes de metralla. Por una suerte inaudita, solamente cayeron tres hombres, pero el lugar fue vaciado en un abrir y cerrar de ojos; trabajadores y flanqueadores se habían batido en retirada precipitadamente, excepto yo y el capitán de los granaderos, un wolhyniano llamado Boll. Él se encaminó, andando tan tranquilamente como en un desfile, hacia la brecha por la que todos nuestros hombres habían desaparecido. Al llegar allí, se volvió hacia mí, y me hizo pasar delante, diciéndome con una sangre fría imperturbable: “Éste es un servicio de fatiga, ¡le corresponde cerrar la marcha al oficial más elevado en grado!”. Él pasó al fin a su vez, y se reunió con sus granaderos, reprochándoles haber abandonado su puesto antes que su jefe. Boll, que había sido escuchado por el coronel, le alabó complacientemente por mi aplomo en esta ocasión.
El final de la jornada fue malo para nosotros. Los españoles, que habían encontrado el medio de llevar el cañón, nos desalojaron con pérdida de las inmediaciones del Coso. Sin embargo, este fracaso no quebrantó la moral de nuestros soldados, porque no eran ya los únicos que estaban pesarosos, como en los primeros tiempos. La acción estaba seriamente comprometida de ahora en adelante en todos los puntos, tanto del lado del “ataque de la izquierda” como del de la derecha y del de la otra orilla. Con una batería instalada cerca de la desembocadura del Huerva, se podían seguir los progresos de los soldados de la división de Gazan en el barrio. Los veíamos muy contentos por combatir al aire libre, mientras nosotros estábamos condenados a esta horrible guerra de calles, casas y subterráneos.
Los días siguientes se volvieron a conquistar, no sin trabajo, algunas posiciones en el Coso. El 12, un primer ataque sobre los edificios de la Universidad falló por equivocación de los minadores que no habían llevado sus galerías bastante lejos. Por ello la explosión de los hornos no hizo brecha, y nuestras columnas de ataque, al descubierto bajo un fuego de los más violentos, debieron replegarse con pérdida de una cuarentena de hombres. Encima, se trataba de polacos, ¡siempre encargados de las tareas más peligrosas!
Uno de los últimos combates y de los más sangrientos fue el de la Calle de las Arcadas; allí hicimos a nuestra vez un buen uso del cañón. Ví allá un memorable ejemplo de la tenacidad de los sitiados. Una de las casas que nos disputaban todavía, en el ángulo de esta calle de las Arcadas y el Coso, era cañoneada tan de cerca que las balas la atravesaban de parte a parte. Sin embargo, sus defensores, refugiados en el piso superior, continuaban haciendo tal fuego que ese día fue imposible avanzar más.
La jornada del 18 fue decisiva. Mientras la división de Gazan se apoderaba del barrio de la orilla izquierda, del que casi todos sus defensores fueron muertos u obligados a rendirse, nosotros trabajábamos muy bien en el Coso y las calles circundantes. Hacia las tres, una mina cargada con 1.500 libras de pólvora y mejor dirigida que las precedentes, hizo una amplia brecha en la pared del edificio principal de la Universidad. Tres compañías de mi regimiento y dos del 14º se lanzaron al asalto. La ocupación definitiva de esta importante posición no nos costó más que una docena de hombres. Al mismo tiempo, la casa de la esquina de la calle de las Arcadas, asaltada por décimosexta vez, era al fin conquistada, sin demasiada gran resistencia. El capitán Boll dirigía este ataque. Siguiendo su costumbre invariable cuando se le había mandado a un puesto peligroso, aquel día estaba vestido de gala, de punta en blanco. “Los días de batalla, decía él, son nuestros días de fiesta”.
Esta vez habíamos obtenido tales ventajas que la rendición no parecía una cuestión de días sino de horas. Sin embargo, las hostilidades continuaron todavía durante toda la jornada del 19. Al atardecer, se presentó un parlamentario español, pero las proposiciones que traía fueron estimadas inaceptables. Al día siguiente, el mariscal vino en persona a recomendar proseguir activamente haciendo las galerías de minas bajo el Coso. Una compañía del 3º del Vístula recibió la orden de dirigirse a una casa aislada, cercana al puente sobre el Ebro, a la que no se podía llegar más que a rastras, al descubierto, en una zona considerable del recinto todavía ocupado por los sitiados. La compañía perdió en esta travesía el tercio de sus efectivos, pero cumplió su tarea. Estabámos muy preocupados por la situación peligrosa de estos valientes soldados, cuando fuimos avisados oficialmente que había suspensión de armas. Muchos oficiales creían que esta negociación no era más que una nueva astucia de guerra de los españoles, y durante toda la noche mantuvimos nuestras guardias. Pero, al día siguiente por la mañana (20 de febrero), todos nuestros recelos se disiparon. En verdad, éramos dueños de la ciudad; ya era hora, ¡tanto para los asaltantes como para los sitiados!
CAPÍTULO V
Rendición.- Partida de Palafox.- Un poco de pillaje.- Excursión por el interior de la ciudad.- Nuestra Señora del Pilar.- La Calle de Toledo.- El refectorio de San José.
Todo había concluído el 20 por la tarde; pero, al amanecer del día siguiente, los centinelas españoles todavía estaban en su puesto, apuntando con sus armas a los curiosos demasiado apresurados, y gritándoles ¡Atrás! con una voz amenazadora.
Al fin, a mediodía, nos dirigimos vestidos de gala, a través de los terrenos cortados por canales obstaculizados por tocones de olivos, hacia la Puerta del Portillo, donde la guarnición iba a deponer las armas. Cada uno de nosotros tenía el pundonor de disimular toda muestra de los males que habíamos padecido. Los capotes quemados por la pólvora, agujereados por las balas, eran enrollados cuidadosamente en los macutos; los fusiles, limpiados con cuidado, brillaban al sol… Lannes apareció con su estado mayor; por su natural parco en palabras, pasó lentamente delante del frente de las tropas, saludando las banderas, y sin decirnos otra cosa que corregir la alineación de las filas.
Al cabo de una hora, apareció la vanguardia de estos famosos defensores de Zaragoza. Un cierto número de jóvenes de dieciséis a dieciocho años, sin uniformes, portando capotes grises y escarapelas rojas, y fumando indolentemente sus cigarrillos, se pusieron en fila en frente de nosotros. Pronto vimos llegar el grueso de la tropa, una muchedumbre extrañamente abigarrada, compuesta por gentes de toda edad, de todas condiciones, algunos con uniforme, la mayoría con vestidos de campesinos. Había allí una curiosa colección de tipos y de vestidos populares de las diversas partes de la Península, aragoneses, navarros, castellanos, valencianos, catalanes, andaluces. Los oficiales, montados en mulos o en asnos, no se distinguían de los soldados más que por sus tricornios y sus largos capotes. Estas personas fumaban, hablaban, y parecían muy indiferentes a su próxima expatriación. Sin embargo, todos no estaban tan resignados, pues pronto vimos llegar a otros, que nuestros soldados habían desalojado de las casas en las que intentaban esconderse y a quienes empujaban a grandes culatazos.
Al fin, el general Morlot, encargado de conducirlos, puso sus tropas en movimiento, y toda esta guarnición, compuesta de ocho a diez mil hombres, desfiló ante nosotros. La mayoría tenían un aspecto tan poco militar que nuestros hombres decían en voz alta que no se debían haber dado tanto mal por tales extraños.
Yo me informé de Palafox; se le había encontrado casi moribundo en un sótano de la Casa de los Gigantes. Algunos días después, lo ví en el momento en que se lo llevaban al coche acolchado y enganchado con cuatro mulos, que iba a transportarlo a Francia. Un ayuda de campo del mariscal se mantenía, con el sombrero en la mano, cerca de la camilla de este glorioso vencido: nuestras tropas le rendían los honores militares. Pero él parecía indiferente a estas atenciones y completamente abstraído por la violencia de su enfermedad o por el sentimiento de las desgracias de su país. Pero lo que más me sorprendió es que ningún español parecía prestarle atención.
El acceso a Zaragoza estaba todavía oficialmente prohibido a militares aislados; se habían puesto cuerpos de guardia en todas las puertas. Pero existían bastantes caminos poco frecuentados, muy conocidos por los soldados. Además, desde el primer día comenzaron unos paseos en la ciudad, de los que no se volvía con las manos vacías. La noche del 21, había ya por todo el campamento vino en cantidad, soberbios cuartos de tocino en todas las marmitas, etc…
El 22, me mandaron a la ciudad a buscar nuestras raciones de vino. Había tal barullo que no me podían servir antes de varias horas. Uno de mis compañeros, obligado a esperar como yo, me propuso hacer una excursión por las calles vecinas para matar el tiempo. Nuestra primera visita fue para la famosa iglesia del Pilar, de la cual estábamos muy cerca. No tuvimos más que seguir durante algunos minutos la orilla del río y atravesar barricadas y ruinas todavía humeantes.
La plaza de la iglesia ofrecía un cuadro de los que no se olvidan jamás. Estaba repleta de mujeres y niños en oración, de ataúdes, de muertos para los que no había ataúdes. En algunos lugares, había hasta veinte ataúdes apilados unos sobre otros… Uno de ellos, abierto, contenía a un viejo revestido con un rico uniforme blanco de ornamentos rojos. Cerca de él, con los cabellos en desorden, su mujer o su hija, joven dama de una gran belleza, rezaba con ardor. A veces levantaba vivamente la cabeza, mirando con ansiedad a un lado de la iglesia por si aparecía el sacerdote esperado. Pero los sacerdotes no eran suficientes para llevar a cabo su tarea, aunque oficiasen en gran número y a la vez en todos los altares. El lúgubre amontonamiento continuaba bajo el pórtico, en los lados bajos; el suelo de la nave desaparecía bajo negras figuras postradas, cuyos sollozos se mezclaban a las salmodias. También ví, no lejos del altar mayor, a algunos soldados franceses arrodillados. La humareda del incienso y de los innumerables cirios subía lentamente hacia la bóveda agujereada en muchos lugares por nuestros proyectiles.
La Calle de Toledo era quizás más siniestra todavía. Era el principal refugio de la población de los barrios invadidos y bombardeados. Bajo los soportales yacían revueltos, en una confusión indescriptible, niños, viejos, moribundos, muertos, objetos mobiliarios de toda clase, animales domésticos extenuados por necesidad. En medio de la plaza, un montón de cadáveres, la mayoría en un estado de desnudez completa; aquí y allá, hogueras en que unas pobres gentes cocían sus alimentos.
Sobre todo, los niños, delgados, con los ojos ardientes de fiebre, hacían daño a la vista. Sombrías figuras, embozadas en sus grandes capas, charlaban con animación, pero se callaban de repente al acercarnos, aparentando no vernos. He estado presente en muchas escenas de muerte; he visto el gran reducto de la Moskowa, uno de los más célebres horrores de la guerra… En ninguna parte he vuelto a encontrar la emoción que había experimentado allí. El espectáculo de la tortura es más angustioso que el de la muerte.
La fisonomía de los barrios ya tomados no era menos lúgubre. Desde San José y Santa Engracia hasta el Coso, todas las calles estaban interceptadas por barricadas y escombros… Las comunicaciones sólo eran posibles por el interior de las construcciones menos maltratadas que nuestros soldados ocupaban. Para volver a orientarse en este dédalo de ruinas, se habían escrito en letras gruesas, al carbón, los números de los regimientos, de los batallones y de las compañías, y colocado guías de tramo en tramo. Aprovechando la ocasión, los soldados se divertían en trazar caricaturas e inscripciones muy graciosas, que producían a menudo extraños contrastes. Así, en el convento de San José, en el que tanto tiempo se había luchado, se podía leer, escrito en caracteres gruesos sobre la pared del refectorio, el dístico siguiente, muy adecuado al aspecto de esta habitación, cuyo destino primitivo parecía absolutamente invertido:
El amor y la … son dos canallas,
El uno echa a perder los corazones, el otro las murallas.
CAPÍTULO VI
Fisonomías militares.- Lannes.- Junot.- Leval.- Habert.- Misa militar en la iglesia del Pilar.- Reflexiones.
Durante los asedios, y sobre todo los asedios como aquél (cincuenta y dos días de trinchera abierta), es donde los oficiales inferiores y los soldados se encuentran más frecuentemente en contacto con sus jefes. Entre éstos, Lannes y Junot atraían todas nuestras miradas. El primero hacía a menudo la ronda por los puestos; inspeccionaba todo, encontraba siempre alguna pregunta o recomendación que hacer. Era de un coraje extraordinario y siempre tranquilo, aunque a veces rozaba la temeridad. Me acuerdo que, después de la toma del convento de los Jesuítas, este mariscal, subido en el tejado de una casa vecina, seguía con sus anteojos los movimientos del enemigo. Servía así de punto de mira a tiradores emboscados en las ruinas del convento y varias balas silbaron en sus oídos. Lannes mandó al instante traer unos fusiles y repelió él mismo el ataque, aunque el enemigo acabó por enviar en esta dirección un obús que mató a un capitán de ingenieros que se encontraba al lado mismo del mariscal. Éste no siguió disparando y volvió a bajar en seguida, tan impasible como si nada hubiera pasado. Otros generales, especialmente Junot, Habert, Chlopicki, disparaban también de buen grado contra el enemigo, según la ocasión. Yo creo que los jefes no deben prodigarse en hacer semejantes demostraciones, aunque en circunstancias difíciles pueden ser de un efecto excelente (8).
Recibíamos también frecuentemente la visita de Junot. Él se sentaba sobre un gran tronco o sobre algunos escombros y charlaba mucho tiempo con los oficiales. Su conversación era eminentemente soldadesca, salpicada con las palabras paisano, bribón, y otras todavía más enérgicas. Desde entonces, pasaba por estar un poco chiflado.
Leval, que ha dejado honrosos recuerdos en el ejército francés, era un hombre muy pequeño y su enclenque aspecto contrastaba singularmente con su gran reputación. Los soldados le habían puesto el apodo de el molinero, a causa de cierto abrigo gris con el que se le veía siempre. Tenía la pinta de salir del bolsillo de nuestro general de brigada Habert, personaje de cabellera exuberante y de gruesas patillas de color negro como el azabache, con talla de atleta, pero no tenía apenas otro mérito que una audacia extraordinaria de la que había dado muchos ejemplos durante el asedio. He aquí uno de los más característicos:
Acabábamos de apoderarnos de una calle que terminaba en un cruce todavía ocupado por nuestros adversarios. Se había hecho una barricada en esta salida para poder circular de un lado a otro de la calle sin demasiado peligro. Era necesario pasar agachándose a lo largo de la barricada para evitar el fuego de revés de los españoles, y los hombres de talla alta como Habert tenían naturalmente que encorvarse más. En el momento en que realizaba este cambio, uno de los soldados tendido boca abajo cerca de la barricada dijo en voz muy alta: “¡Toma! ¿Los generales tienen, pues, miedo también?”. Habert, furioso, se gira, coge por los brazos al insolente charlatán, y lo levanta de pie en medio de la calle, poniéndose derecho él mismo con toda su altura. De repente, una granizada de disparos se abate sobre este grupo; el soldado cae muerto en el sitio, herido por cinco o seis balas, mientras que el general, por una rara casualidad, abandona el lugar con una simple contusión en el brazo. A continuación, le da una patada al cadáver acompañado del epíteto de h….. recluta, y continúa tranquilamente su ronda. Debo añadir que este acto de coraje brutal no disgustó en modo alguno a los compañeros del muerto. “Ha hecho bien, decían ellos, era una infamia decir tal cosa de un general como aquél”.
Todos los historiadores han hablado de la entrada triunfal de Lannes (24 de febrero) y del Te Deum cantado en esta ocasión en la iglesia del Pilar. De esta ceremonia no informaré más que de una circunstancia que no ha sido citada, según creo, en ninguna parte. Cuando nuestros tambores hicieron un redoble general en el momento de la Elevación, como es costumbre en las misas militares francesas, hubo en el auditorio español un estremecimiento marcado por la sorpresa y el terror. En principio habían tomado este ruido como una señal de muerte, y no se volvieron a tranquilizar más que al ver a los dos mariscales (Lannes y Mortier) inclinarse devotamente.
Este asedio ha tenido un gran eco en el mundo. Las pasiones políticas lo han enjuiciado con su habitual imparcialidad. Se ha alabado exclusivamente la resistencia de los sitiados. Sin embargo, sería justo reconocer que, desde el punto de vista militar, el mérito del ataque fue por lo menos igual al de la defensa; en cuanto a tenacidad heroica, los vencedores no eran inferiores en nada a los vencidos. Esto es cierto, sobre todo de las divisiones de Grandjean y Morlot, cuyas tropas totales no sobrepasaban los trece mil hombres y que prosiguieron ellos sólos, durante tres semanas, la horrible guerra de casas y calles contra adversarios dos veces más numerosos.
Mi regimiento se quedó en Zaragoza hasta el 6 de marzo siguiente. Tuvimos todo el tiempo para examinar detenidamente, para nuestra instrucción, los trabajos de ataque y de defensa en circunstancias extremas. Parecía deducirse de este estudio que ciertas disposiciones por nuestra parte habían sido defectuosas; pero apenas nos atrevíamos a comunicarnos nuestras reflexiones sobre este tema, incluso en voz baja, por ser tan rigurosa la disciplina.
Este asedio había preocupado vivamente al Emperador, como de hecho da fe la orden enviada desde París, el 6 de Marzo, al general de ingenieros Léry “de describir con todo detalle este asedio con sus perfiles y planos, para servir de modelo en el ataque a ciudades abiertas como aquélla, y cuyos habitantes quisieran defenderse”, orden cuya realización fue aplazada indefinidamente a consecuencia de las circunstancias.
NOTAS
(1) En el mes de agosto de 1808, después del desastre de Bailén, el general Verdier, dueño ya en parte de Zaragoza, había sido obligado a evacuarla para seguir el movimiento de retirada del ejército francés. Ver, sobre la batalla de Tudela, la Historia de la guerra de la Península de Napier y Mathieu Dumas, t. 3, p. 24. Los franceses eran alrededor de 28.000, la mayoría tropas jóvenes, contra al menos 40.000 españoles.
(2) Estas tres equivocaciones, sin las que Zaragoza hubiera sido ocupada muy probablemente sin resistencia, están resumidas claramente en el despacho de Berthier a Ney, del 8 de diciembre. “El Emperador no podía comprender cómo Ney, al abandonar Zaragoza, no había dejado una división al mariscal Moncey, exponiéndole por eso a hacer un movimiento de retroceso”. Para reparar este error, Mortier había recibido la orden de dirigirse contra Zaragoza. Pero con todo ello había resultado un retraso de 15 días y Palafox había sabido aprovecharse muy bien de este tiempo…
La inacción de Ney durante la batalla de Tudela es tanto más lamentable porque tenía cerca de sí a Jomini, que le aconsejó en vano marcharse sin parar contra Calatayud. Si lo hubiera hecho, todos los vencidos de Tudela que eran también los vencedores de Bailén, hubieran caído en poder de los franceses. La verdadera, la única causa de esta inacción es la que indica Napier. Ney no había sido instruído en la parte abstracta del arte de la guerra. “Era preciso que viera para actuar”. (N. del T.).
(3) Del relato del asedio de Zaragoza no reproducimos más que los hechos de los que el autor ha sido testigo personal y algunas anécdotas características que no se encuentran en otra parte.
(4) La situación deplorable del hospital de Alagón mejoró en las últimas semanas del asedio por los cuidados del general Harispe. (V. Thiers, IX, 564).
(5) Se trataba de la dispersión, por la división Suchet, de los grupos enemigos que amenazaban las comunicaciones de los sitiadores.
(6) Un capitán de granaderos del 14º, llamado Hardy, al que estaba muy ligado, fue herido mortalmente en esta acción. En el momento en el que se lo llevaban en una camilla, me acerqué a él y traté de animarle con la esperanza de una pronta curación. “¡Ah, no! mi joven amigo, me dijo; ¡siento la muerte en mis entrañas! Pero estoy desolado por haberme dejado matar por estos bribones de bandidos. ¿Por qué no he caído yo en Eylau o Friedland, combatiendo a gentes dignas de nosotros?”. La mano que me tendía estaba ya fría como el hielo y al día siguiente este bravo y digno soldado no existía ya…
(7) El Coso es la gran calle central y no un paseo público, como lo llama distraídamente M. Thiers (IX, 583).
(8) Uno de los ejemplos más memorables de esta clase es el que dio el mariscal Ney en la campaña de 1812, y que le valió el sobrenombre de Bravo entre los bravos. Este recuerdo le debería haber bastado para proteger su vida tres años más tarde…