Por JAVIER CAÑADA SAURAS
Mayo 2013
Bicentenario de la Liberación de Zaragoza (1813-2013)
Presentamos el libro que recoge los “SOUVENIRS” de FRANÇOIS-FRÉDÉRIC BILLON, (1784-1865), Vélite de la Guardia bajo Napoleón I, Caballero de la Legión de Honor, Oficial de Gendarmería jubilado, en Uzès (Gard), publicados por la Editorial Plon-Nourrit en París el año 1905. La obra incluye los Extractos de los manuscritos recopilados por su sobrino segundo A. LOMBARD-DUMAS, Miembro de las Sociedades Botánica y Geológica de Francia, etc…
Como narra las actuaciones que Billon llevó a cabo durante su estancia en España bajo el reinado de Napoleón I, hemos creído oportuno aportarlos a la web de nuestra Asociación “Los Sitios”, con el fin de, traducidos del francés original en que están escritos, ponerlos a disposición de los aficionados a estos temas, y más concretamente los “Recuerdos” del Vélite relativos a los dos Sitios de Zaragoza en los que participó directamente.
Incluso, “nuestro” RUDORFF nos relata en las páginas 223 a 225 de su libro “Los sitios de Zaragoza” el emotivo encuentro que tuvo Billon con Agustina de Aragón, su enamoramiento y hasta su petición de matrimonio a la bella heroína zaragozana. Además, debido a la decisiva actuación de su compañía en la toma del edificio de la Universidad, a Billon le nombraron sus compatriotas en plan de broma RECTOR DE LA UNIVERSIDAD. E incluso le apodaron RATÓN DE IGLESIA, cuando tomó el convento de Santa Engracia.
El Cuerpo de Vélites de la Guardia Imperial fue creado el 19 de diciembre de 1803 por Napoleón. Una parte del Cuerpo debía estar situado a continuación de los granaderos de a pie y otra a continuación de los cazadores de a pie. El 15 de diciembre de 1806, el regimiento de los Vélites de la Guardia pasa a ser el 2º de fusileros, denominado posteriormente fusileros-granaderos de la Guardia. Al mismo tiempo, el regimiento de los fusileros de la Guardia pasa a ser el 1º de fusileros, para convertirse después en los fusileros-cazadores de la Guardia. A partir de este momento, hay que referirse a los regimientos de fusileros-granaderos o cazadores de la Guardia. En fin, una circular del 4 de agosto de 1811 precisa que ya no habrá más alistamientos voluntarios para los fusileros de la Guardia. Toma el nombre de los “Vélites”, soldados romanos de infantería ligera así denominados.
Nacido en 1784 en Uzès (Gard), Billon se alista en el recién creado Cuerpo de Vélites en 1804, justo cuando tenía veinte años. Desde entonces, va tomando nota de todos los acontecimientos en los que interviene.
Más tarde, en la tranquilidad de su retiro, comenzará la redacción de sus “SOUVENIRS”, escritos con una gran viveza y espontaneidad, llenos de una flema y hasta de un buen humor, que era lo suyo desde sus tiempos de joven oficial.
Su sobrino segundo A. Lombard-Dumas nos relata en su “Preámbulo” del libro, fechado en Sommières en agosto de 1904, que había conocido mucho al autor de estas páginas y que lo había visto ocupado mucho tiempo en su redacción. Como dice el mismo Billon al principio de sus relatos, emprendió la narración a una edad muy avanzada: tenía entonces 70 años. Era en 1854. Pero la memoria le fue fiel para contar los hechos que refiere, ayudada por un cuaderno de notas que había tomado mientras era retenido como prisionero de guerra en Escocia.
Su carrera, interrumpida por una larga prisión en la isla de Cabrera en 1810, seguida de su traslado a Inglaterra y Escocia, no fue reiniciada más que un momento, durante LOS CIEN DÍAS. El 27 de febrero de 1815 fue condecorado como Caballero de la Legión de Honor y el 28 de marzo del mismo año fue nombrado capitán. En la Revolución de 1830 recuperó las charreteras de capitán, que le habían quitado los Borbones, siendo nombrado en 1831 para el mando de la tenencia de gendarmería del distrito de Uzès, que desempeñará hasta 1841, y así le llegó la edad de su retiro. La vida del anciano soldado de la Grande Armée se apagó en 1865.
Toda la villa de Uzès conocía la hospitalaria casa de Saint-Siffret, que dominaba con su elevada terraza un vasto jardín de tupidas umbrías, adornada con un vergel frondoso, con un rico corral y con una bodega muy rica.
Cuando le llegaron la vejez y su aislamiento, el valiente oficial, que había tomado parte en tantos combates, tuvo la idea de escribir este relato, como simple distracción. Yo le he visto, durante diez años, apilar manuscritos sobre manuscritos, nunca satisfecho de su obra y pensando sólo en publicarla. Hacia el final de su vida, a la edad de 80 años (murió en Saint-Siffret, el 25 de julio de 1865), todavía le iba añadiendo escritos.
Con la benévola y afectuosa autorización de la hija del capitán Billon, Madame viuda Jonquet, y de su nieta, Madame Émile Roux, nacida Laure Peladan, publica su sobrino segundo A. Lombard-Dumas el resultado de esta recopilación.
TEXTO DE LOS “SOUVENIRS” DEL VÉLITE BILLON
CAPÍTULO III
GUERRA DE ESPAÑA.- ZARAGOZA
1808-1809
Llegada a Zaragoza.- Posición, defensas de la ciudad.- Los frailes.- Las mujeres.- Heroísmo de la hermosa Agustina.- Primer asalto.- Resistencia furiosa.- Proclama de don Basilio.- Batallas en las calles.- Repentino levantamiento del sitio.- Batalla de Tudela.- Segundo sitio.- Toma del Monte Torrero.- Junot reemplaza a Moncey.- Lannes toma la dirección del asedio.- Muerte del comandante Stahl.- Varios episodios del sitio.- Toma de la Universidad.- El general de Feuchères.- Capitulación de la ciudad.- Episodios diversos.- Palafox.
Guerra de España
La guerra de España fue una desgracia para Francia; la alta opinión moral de Napoleón, hasta entonces sin tacha, perdió aquí un poco de su reputación. Sus decisiones fueron por otra parte mal comprendidas, mal ejecutadas. Los tenientes del Emperador no dudaban siquiera de la guerra que hacían. Tenían que fracasar. Napoleón se percató pronto de ello, pero demasiado tarde para volverse atrás: había que enfrentarse a ellas. ¿Era preciso dejar la Península bajo la influencia inglesa, era necesario dejarla vivir bajo el gobierno de los Borbones, tan mal dispuestos hacia nosotros? Si Dios hubiera amado a España la hubiera dejado en nuestras manos. Sus disensiones habrían desaparecido, su prosperidad, su porvenir sólo hubieran podido ganar bajo la dominación de Francia. En esta guerra sin cuartel, España ha conquistado un poco de gloria tras sus muros almenados y con el poderoso apoyo de los ingleses, pero la ha empañado con sus inauditas atrocidades y con su vergonzosa barbarie.
PRIMER SITIO DE ZARAGOZA
Llegada a Zaragoza
Cuando llegamos a la Zaragoza sublevada contra el poder imperial, nuestras tropas ocupaban ya las principales posiciones que dominan la ciudad. Los sitiados no podían comunicarse con el resto del país más que por un barrio situado a la orilla izquierda del Ebro. La debilidad numérica de nuestros medios no nos permitía completar el bloqueo en este punto.
Posición, defensas de la ciudad
Este barrio del Arrabal estaba unido a la ciudad por un hermoso puente. El castillo de la Inquisición, rodeado de amplios fosos, flanqueado por torres almenadas, comunica con él por una fortificación vallada; el convento de San José, en la orilla izquierda del Huerva, afluente torrencial del Ebro, igualmente provisto de fosos, constituía una segunda cabeza de puente.
El Huerva forma ángulo agudo con el Ebro; la ciudad está situada precisamente en la confluencia de este arroyo con el río. En esta posición, sería casi inexpugnable si no estuviera dominada en algunos puntos por una altura, llamada el Monte Torrero, por donde pasa el canal de Bayona o más bien de Aragón, que la envía aproximadamente a una milla al sudeste.
Situada en la orilla derecha del Ebro, la ciudad ocupa el centro de una fértil llanura, cubierta de olivos, de cereales, de legumbres y de frutos, y vivificada por un riego abundante; pero el trabajo del hombre apenas se deja ver allí por la pereza de las gentes de este país.
Una muralla hecha de adobe -barro mezclado con fragmentos de ladrillos, de cal y de yeso- rodea la ciudad, sin duda para favorecer el cobro de los recibos; varios grandes conventos y otros edificios a los que se une la muralla le sirven de fortificación. Tiene nueve puertas. Casas, conventos, iglesias, todo está construído con ladrillos y sólo podría ofrecer a las bombas muebles para quemar. Las bombas del cañón se quedan impotentes contra esta clase de construcción: hacen un agujero, pero no derrumban nada. Las calles son estrechas, tortuosas, sucias, mal pavimentadas, a excepción del Coso, única arteria hermosa que atraviesa el centro de la ciudad de un cabo al otro, donde todas las casas están adornadas con balcones.
La manera en que los aragoneses suplieron la debilidad de sus murallas y fortificaron su capital es muy notable y prueba un patriotismo dispuesto hasta los últimos sacrificios. Los detalles del asedio que soportó prueban cómo este pueblo hubiera sido capaz de realizar grandes hazañas si hubiera estado mejor dirigido, si la superstición, la ignorancia y la Inquisición no lo hubieran reducido hasta el último nivel.
Los frailes
Los monjes les hacían creer que Nuestra Señora del Pilar era el paladio de Zaragoza. La santa había prometido velar por la salvación de la ciudad; el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo debían combatir en persona al lado de sus defensores; pero, a pesar de todos estos poderosos motivos de seguridad, los habitantes no descuidaban nada en su defensa contra estos franceses descreídos, hijos del infierno y del demonio.
En esta desgraciada ciudad de Zaragoza, los frailes pululaban por todas partes. Su influencia sobre la población fanática era enorme; tenían además un excelente medio para excitar el patriotismo cuando flojeaba: se levantaban horcas por todos los sitios, instigadas por un tal don Basilio, fraile inexorable contra quien hablara de rendirse. A estos monjes no se les veía por ninguna parte, pero su influencia se hacía sentir por todas partes.
En 1808, don Guillelmi, capitán general de la provincia, viejo militar lleno de experiencia y de sabiduría, presintiendo las calamidades que amenazaban la capital de Aragón si se atrevía a resistir a las tropas francesas, quiso oponerse a las intrigas de los frailes que animaban a la insurrección; intentó igualmente desarmar al pueblo. Pero le salió mal. Don Basilio lo declaró traidor a la patria, lo mandó arrestar, meterlo en los calabozos de la Inquisición a la espera de su juicio, y le privó de su mando. El joven y hermoso guardia de corps, don José de Palafox, tomó en su lugar el gobierno de la provincia. Él mismo en persona había acompañado a Fernando VII a Bayona. Regresó disfrazado de campesino y tomó la cabeza de la resistencia en Zaragoza.
Según el censo de 1787, los habitantes eran en número de veintiocho mil, pero, a decir verdad, la población se había duplicado desde entonces y se elevaba al menos a cincuenta y seis mil almas. Tres mil soldados regulares, escapados de Madrid, y un gran número de campesinos de los barrios vecinos se encerraron con ellos en la ciudad. Todos juraron morir bajo sus ruinas y, para su desgracia como para la nuestra, fueron demasiado fieles a su juramento.
Comenzaron por requisar toda la tela necesaria para hacer sacos terreros. Los amontonaron ante las puertas de la ciudad, a fin de proteger las baterías alrededor de las cuales, además, se cavaron profundas trincheras. El muro del recinto fue reforzado en todos los puntos útiles para la defensa; las casas fueron agujereadas con aspilleras para la mosquetería, y las posiciones más ventajosas defendidas por bocas de fuego.
Las mujeres
Las mujeres de toda condición, la joven y hermosa condesa de Bureta a la cabeza, animaban a los combatientes, distribuyendo víveres y bebidas frescas a los trabajadores; los niños les proporcionaban municiones y cartuchos confeccionados por los monjes en sus celdas.
El fuego de una bomba que había hecho explotar, en la ciudad misma, la única fábrica de pólvora que tenía, se la reemplazó con el azufre que se recogía en casa de todos los que lo poseían, con el salitre de las bodegas, con el carbón que provenía de los tallos de cáñamo, planta de muy grandes dimensiones existente en los fértiles limos del Ebro. Y así, estos intrépidos españoles llegaron a instalar una fábrica que preparaba hasta trescientas libras de pólvora por día.
Desde el comienzo de lo que se llamaba “el bloqueo” hasta nuestra llegada, no había pasado ningún día sin operaciones sangrientas. Uno de los principales ataques se había sido dirigido contra el Portillo, entrada norte de la ciudad, protegida por el castillo de la Inquisición. Su batería, destruída varias veces, tantas veces se había repuesto. La lucha encarnizada duraba ordinariamente toda la jornada y cada vez era más terrible. Precisamente en el Portillo una de estas heroínas que surgen a veces en los peligros de la patria supo inmortalizar su nombre por su audacia y su coraje.
Heroísmo de la bella Agustina; Billon la pide en matrimonio
La orgullosa Agustina, dotada de una talla de diosa, de una belleza incomparable, de una energía a toda prueba, no era más que una hija de baja procedencia, pero cuya alma y coraje ennoblecían su nacimiento. Su presencia por todas partes hacía doblar el ardor de los sitiados.
Un día, esta indomable criatura servía a los combatientes de una batería del Portillo. Todos acababan de morir; no se encontraban ya artilleros. Los soldados, llenos de terror, se niegan a servir las piezas. Sin vacilar, Agustina atraviesa el montón de cadáveres que la separan de la batería, pega fuego a los cañones, salta sobre una cureña, y allí, expuesta al más inminente peligro, avergonzando a los hombres, invoca a Nuestra Señora del Pilar y jura solemnemente no abandonar esta posición más que muerta o relevada. Esta rara intrepidez devuelve el coraje a los defensores del Portillo, y la resistencia se reorganiza, más furiosa que nunca.
Desde este día, la heroína de Zaragoza ha llevado un escudo honorífico bordado sobre su manga y recibía la paga de un artillero.
He tenido ocasión de ver muy de cerca a esta asombrosa joven. Era encantadora, bajo su vestido pintoresco, mitad femenino, mitad viril, -pero no intentaré yo hacer su semblanza, pues la tarea es superior a mis medios. Que se sepa únicamente que, al crear esta maravilla, el cielo había agotado en ella todos sus recursos de belleza, delicadeza y vigor.
Mi encuentro con ella tuvo lugar en una casa del Coso, en el momento en que allí se producía, como sucedía a cada instante, un combate entre unos cuantos españoles y una quincena de nuestros granaderos venidos allí con la esperanza de algún rico botín. Éstos iban a pasar un mal cuarto de hora, cuando mi brusca llegada, a la cabeza de mis voltigeurs, cambió la faz de la lucha. En el momento en que Agustina daba la orden a los granaderos de deponer las armas o morir, uno de mis cabos la cogió de la garganta mientras caían, bajo una viva descarga, una parte de sus hombres y el resto desaparecía.
Pálida de cólera y de sorpresa, inmóvil pero siempre orgullosa, Agustina me habló con un tono altivo, en el que se mezclaba sin embargo alguna dulzura: “Haced de mí”, dijo ella, “lo que queráis, pero, ¡por Dios!, si tenéis corazón, no entreguéis a la brutalidad de vuestros soldados a la heroína del Portillo, la protegida de Nuestra Señora del Pilar. Sé que soy hermosa, y vuestros ojos me lo atestiguan; mi honor y mi vida están en peligro, haced que no sea más que mi vida. Sin embargo, añadió echando una ojeada rápida a su alrededor… “¡Veremos!”. Yo la tranquilicé lo mejor que pude en esta situación tan crítica, después, muy emocionado, casi sincero, añadí: “¿Quiere ser mi esposa? Es el único medio de evitar lo que teméis”.- “Entonces”, gritó vivamente, “¡ya no seré la protegida de Nuestra Señora del Pilar…! Si por lo menos pudiéramos hacer la paz… Pero, ¡basta! No pensáis ni una palabra en lo que decís. Os debo mucho: la vida, seguro, el honor quizás, vos estáis lejos de desagradarme aunque seáis francés, os lo digo con franqueza, pero la astucia de vuestras palabras me produce unas ganas locas de alejarme de vos con o sin vuestro permiso, sin esperar a la noche”. Estaba muy cerca de mí, su rostro sereno y sonriente se iluminó de repente, se hubiera dicho que rezaba: “¡Oh, Virgen del Pilar!”, gritó echándome sus brazos alrededor del cuello y abrazándome, “¡Adiós!…”. Y en aquel instante saltó ágilmente por una ventana por la que se veía un cielo abierto, y desapareció.
Granaderos y voltigeurs, por respeto a mi rango, se habían mantenido aparte durante este breve charla. Yo me precipité con ellos en persecución de la fugitiva, pero nos fue imposible encontrar su rastro.
Primer asalto
El mismo día de nuestra llegada ante los muros de Zaragoza, se acababan de terminar las obras destinadas a batirlas en brecha. Se había ordenado el ataque para el día siguiente.
Se formó un Cuerpo de élite con voltigeurs tomados de los diversos regimientos que componían nuestro pequeño ejército.
A un tiro de fusil alrededor del centro de nuestras baterías se encontraba la puerta de Santa Engracia. Todas nuestras bocas de fuego se apuntaron contra este paso. Un polaco, el capitán Mitraille, dirigía el fuego. Lo hizo tan bien que pocos instantes le bastaron para hacer desaparecer puerta y murallas y que el vasto claustro y todas sus dependencias formaran en seguida un extenso amasijo de ruinas.
Una vez cesó el fuego, salimos de pronto de nuestras trincheras y nos lanzamos sobre la brecha. La compañía, que tenía yo el honor de mandar en ausencia del capitán, formaba la cabeza de la columna de ataque, y, con todo orgullo, puedo decirlo, fui uno de los primeros que entró en Zaragoza.
Pero no habíamos superado todas las dificultades. Los sitiados, muy convencidos de la fragilidad de sus murallas, habían tenido cuidado de realizar cortes, o parapetos, detrás de sus débiles murallas, y el montón de ruinas que acabábamos de hacer les sirvió de reducto formidable. Demasiado avanzados para intentar retroceder, el menor movimiento por nuestra parte hubiera causado nuestra pérdida. Tuvimos que hacer de la necesidad, virtud.
Fui bastante feliz, y bastante loco, por dar ejemplo penetrando en el convento por una tronera de cañón, a los ojos mismos del general Lefèbvre-Desnouettes. Él conocía bien el corazón humano que ha dicho: “La perfecta valentía es hacer sin testigos lo que sería capaz de ejecutar a pleno día y en presencia de un ejército”. Confundido entre las filas, siempre había cumplido valientemente con mi deber; a la cabeza de una compañía, quería distinguirme. Excitado por el amor propio y sin duda también por el deseo de conquistar la estrella de los valientes, este objeto tentador tan ansiado, corría con el mayor ímpetu hacia el peligro.
Seguido por mis voltigeurs, penetré en la capilla del convento sin pensar demasiado, lo confieso, en la santidad del lugar. Mis camaradas me pusieron en esta ocasión el sobrenombre de “Ratón de iglesia”. Desde aquel lugar santo, poco a poco, porque estábamos muy expuestos al peligro, nos extendimos por la ciudad. Después de mil choques mortíferos y disparos sin número, nos apoderamos del Coso. La falta de hombres nos impidió ir más lejos. Nos instalamos en uno de los lados de la calle, para defender y conservar el terreno conquistado.
Nuestro general mandó entonces ofrecer la capitulación. Pero su emisario fue mal recibido y escapó por poco. Una respuesta, terrible en su laconismo, no nos dejó la menor esperanza de ver decidirse en poco tiempo la rendición de la plaza: “¡Guerra al cuchillo!”, fue el grito heroico de los defensores de esta desgraciada ciudad.
Resistencia furiosa
Para apoyar su altanera respuesta, desplegaron contra nosotros todos los medios. “¡Cuidado con “la soupe à l’ail”!” decían nuestros soldados. Eran el agua y el aceite hirviendo, el fuego, las piedras, las vigas, que caían sobre nosotros como granizo en tiempo de tormenta, a poco que pusiésemos los pies en la calle o la nariz en una ventana. Y los ancianos, las mujeres, los niños apostados por todas partes, hasta por los tejados, no eran los menos temibles de nuestros enemigos.
Sólo los frailes permanecían siempre invisibles, aunque de ello hayan hablado ciertos autores, que ponen siempre de su cosecha contando la historia. Los monjes no aparecían por ninguna parte, lo repito. Debo exceptuar, sin embargo, de esta muchedumbre encapuchada, siempre al abrigo de nuestros disparos, a un hombre que hacía honor al patriotismo de los sacerdotes y rezaba con magnanimidad como ejemplo.
En todas las posiciones en que el peligro amenazaba, estábamos seguros de encontrar al Padre Santiago Sas, cura de una de las parroquias de Zaragoza. Alternativamente y según las circunstancias, cumplía las funciones de sacerdote o de guerrero, aquí ayudando a los moribundos, allí combatiendo con intrepidez. Me lo encontré a la vuelta de una calle, al día siguiente de mi aventura con Agustina. Estaba administrando la absolución a un moribundo; mi hermosa fugitiva, a su lado, le asistía en sus funciones. Nuestra brusca aparición apenas le conmovió. Cogió el arma del herido e hizo señas a los que le rodeaban de que me dispararan. Cuatro de mis valientes voltigeurs cayeron muertos y, si yo escapé a esta descarga, me pareció que no fue por fallo de mi joven heroína, pues pareció apuntarme con precisión y sangre fría. Me aseguraron después que estaba equivocado y que, seguramente, ella me había salvado, ya que nunca fallaba su tiro cuando quería alcanzarlo. Añadieron, además, que siempre había hablado de mí con elogio y agradecimiento.
Nosotros éramos dueños, como he dicho, de uno de los lados de la calle; los españoles sostenían tenazmente su posición del otro. Además, el poco espacio que nos separaba fue cubierto pronto por muertos y heridos. Era una guerra despiadada, basada sobre todo en sorpresas nocturnas que parecían añadirse a nuestro recíproco encarnizamiento.
El 5 de agosto, al declinar el día, un convoy de víveres, escoltado por tres mil hombres, soldados de la Guardia real y voluntarios de Aragón, entró inesperadamente en la ciudad por el puente del barrio del Arrabal, conducidos por Francisco Palafox, hermano del capitán general, y llenó de alegría el corazón de los sitiados.
Proclama de Don Basilio
Cierto fraile, cuyo nombre ya he citado, alma adicta a Palafox y gran espantajo de los defensores de Zaragoza por su severidad, don Basilio, mandó en seguida fijar, en todos los barrios de la ciudad, una proclama tan curiosa, tan llena de amenazas y de graciosas invenciones, que no puedo resistir el deseo de analizarla aquí. Decía que cualquiera que hablara de capitulación sería colgado en el mismo momento; que los diversos barrios en que los invencibles españoles habían sabido mantenerse como rocas batidas por las olas continuarían siendo defendidos con el mismo vigor; y que, en fin, si el enemigo, contra toda previsión, salía victorioso -lo que era contrario a toda las promesas dadas por nuestra santísima, gloriosa y todopoderosa Virgen del Pilar-, los habitantes de la ciudad debían retirarse al barrio de la orilla izquierda del río, destruir el puente y luchar allí hasta la muerte: “Entonces”, añadía el monje,“todos los que murieran irían inmediatamente al Cielo, y podrían entonces tener la oportunidad de juzgar a la Virgen del Pilar porque, al prometernos la victoria, “nos habría mentido”, lo que a Dios no le gustaba. ¡Así sea!”.
Yo no he leído esta proclama de don Basilio, pero la he conseguido de varios españoles y de una joven muy amable, sabia y muy razonable, que me la ha contado también muy seriamente. Pero me confesaba que si la santa no decía siempre la verdad, tenía sus razones para mentir.
Los españoles tienen tanta confianza en estos buenos santos que habían creído a don Basilio, quien les había asegurado la imposibilidad de la toma de Zaragoza por los franceses. Es verdad que fue tan súbita, impetuosa e inesperada, que encontramos abiertos todos los almacenes, todas las tiendas, y sus mercancías expuestas. Además, los primeros soldados nuestros que llegaron hicieron tal saqueo de alhajas y joyas de toda clase que hasta ofrecían schakos completamente llenos a sus oficiales y camaradas que llegaron después de ellos. Cada uno de nuestros soldados se adornaba con relojes, sortijas, broches, pendientes y cadenas de oro.
Batalla de las calles; brusco levantamiento del asedio
Sin embargo, las luchas más encarnizadas de calle en calle, de casa en casa, de habitación en habitación continuaron hasta la noche del 13 de agosto. Entonces se extendió el rumor de que diez mil hombres de tropas regulares se habían unido a los voluntarios de Navarra, Cataluña y Aragón, y marchaban juntos a la defensa de la capital. Pero otros, probablemente mejor informados, aseguraban que la capitulación del ejército de Dupont, en Bailén, iba a obligarnos a levantar el sitio.
Sea lo que sea, la señal de partida se dio esa misma noche, y nos retiramos pegando fuego por todas partes a los edificios que ocupábamos en la desgraciada ciudad. Nuestra retirada fue tan bien organizada que, la mañana del 14 de agosto, los habitantes se quedaron muy sorprendidos de vernos marchar hacia el norte, por el camino de Pamplona.
Batalla de Tudela
Palafox, embriagado por los elogios venidos de todas partes por su heroica defensa, se creyó capaz de las más grandes hazañas y resolvió librar batalla al ejército francés. Castaños, que se encontraba en Tudela, no era de este parecer en modo alguno. Se le acusó de celos. Pero se decidió entablar batalla.
El ejército español se atrevió a esperarnos a pie firme, el 23 de noviembre de 1808. Pero desapareció al oler nuestro propio aliento, por la larga costumbre que le habíamos dado, abandonando en nuestro poder bagajes y cañones, pero pocos prisioneros: ¡los españoles son tan ágiles! Este ejército contaba, sin embargo, con cuarenta y cinco mil hombres y cuarenta piezas de artillería.
Recuerdo que estaba yo en vanguardia cuando el mariscal Lannes me gritó al pasar: “¡No hace falta tirar contra estos señores más que atacándoles con la bayoneta!”.- “Es la táctica del regimiento, monseñor” respondí con fanfarronería. En la guerra un poco de chulería no viene mal.
Atravesé el primero el puente de Tudela; mi compañía se apoderó de varias piezas de cañón. La felicitación que me dirigió en público el coronel Henriot, que de ordinario no era pródiga en ellas, fue tan aduladora que no me atrevo a reproducirla, y menos porque la suerte favoreció un poco mi acción.
Después de esta actuación, que no nos costó gran trabajo, pero fue pobre en resultados, marchamos de nuevo sobre Zaragoza.
SEGUNDO SITIO DE ZARAGOZA
Los horrores del segundo sitio sobrepasan con mucho los del primero, y las hazañas a los aproches de la ciudad y durante el asedio fueron tan notables como numerosas. Nos asombramos de ver con qué prontitud, con qué ciencia de la guerra los sitiados habían sabido, en tan poco tiempo, amontonar los obstáculos que oponían a nuestro paso.
Todo lo que el arte y la astucia combinados, un ardor incansable, un patriotismo inaudito unido a un fanatismo increíble habían podido acumular para la defensa de una ciudad, casi enteramente abierta en sus aproches, es inimaginable y se ejecutó con una rapidez pasmosa por parte de los aragoneses, de ordinario tan lentos en sus trabajos. Fortificaciones exteriores, baterías formidables y bien concentradas, emboscadas ingeniosas; minas y barrenos sembrados por todas partes bajo nuestros pasos para ralentizar con ello nuestra marcha; aprovisionamientos fabulosos y de toda clase, -¡habían hecho milagros!. Nuestro asombro llegaba a la estupefacción.
De todas las obras exteriores, una fortaleza avanzada a los aproches del Monte Torrero, salida de la tierra como por arte de magia, erizada de veinte a treinta bocas de fuego, que era preciso destruir antes de alcanzar las primeras posiciones, nos pareció el más duro bocado de tragar.
Para abordar este fuerte improvisado, había que recorrer, bajo el fuego cruzado de los cañones, una planicie de al menos una milla de distancia.
El mariscal Ney acababa de llegar. Según su costumbre, en seguida se puso manos a la obra, y, sin preocuparse de la pérdida de hombres que podía ocasionar, ordenó el ataque contra aquel terrible reducto. Vauban, Turenne o Federico el Grande no hubiesen aprobado en absoluto esta peligrosa táctica. Felizmente para nosotros, el duque de Conegliano (general Moncey) pensó de forma muy distinta a la del fogoso mariscal: se opuso formalmente a una temeridad tan mortífera. Desde el fondo de nuestra alma, se lo agradecimos sinceramente, porque se había borrado ya la sonrisa de nuestros emocionados rostros cuando nos propusieron enfrentarnos al peligro que tendríamos que superar allí para hacer desaparecer este formidable obstáculo; se escuchaba ya a los más valientes de nosotros encargarse los unos a los otros de lo que llamaban sus últimos deseos. Y con gran suspiro de alivio, se conoció la orden inmediata dada a Mgr. Duque de Enghien (Ney) de partir hacia Madrid.
A la espera de nuevos refuerzos, el jefe de batallón Stahl, oficial de gran mérito, que mandaba una vanguardia compuesta por ocho compañías de voltigeurs, giró la posición del fuerte para contener y observar los movimientos del enemigo. Para garantizarnos proyectiles, establecimos algunas baterías provisionales y fuertes parapetos; y, para mejor ocultar estas operaciones, debimos trabajar de noche y aguantar, sin encender fuego, el frío de las noches de otoño, excesivo en España. Nunca los viejos soldados polacos habían soportado, decían ellos, un frío tan penetrante.
Toma del Monte Torrero
Desde el punto de la mañana, se desmontaron varias piezas del fuerte; tres de sus cajones saltaron. So pena de una capitulación próxima, se desalojó al enemigo. Las cosas no pasaron en modo alguno tan fácilmente si las primeras órdenes del mariscal Ney hubieran prevalecido. En esta ocasión brilló, con toda su superioridad, el método conservador de Moncey; pero hay que decir, sin embargo, que en otras circunstancias tan difíciles la temeridad de Ney conservaba mejor su ventaja.
En el Monte Torrero, la compañía que yo mandaba fue poco más o menos la única en combatir. Tomamos una bandera, no hubo necesidad de refuerzos para desalojar de su fuerte posición y refugiarse en la ciudad a los aragoneses y las tropas regulares.
Sólo el 10 de diciembre el mariscal Moncey pudo abordar los aproches de Zaragoza; nuestros primeros trabajos de sitio comenzaron el 19, a la llegada del mariscal Mortier, y fue el 21 cuando se emprendieron las operaciones preparatorias.
El cuartel general se acababa de establecer en el Monte Torrero. Desde el día siguiente de su instalación, nuestro valiente “Fabius”, como llamábamos a Moncey, estuvo a punto de ser derribado por un rayo en el mismo momento en que saltaba de la cama. Dimos gracias al Cielo por esta protección casi milagrosa; tampoco estábamos preocupados por echar en falta a Nuestra Señora del Pilar, a la que no se le hubiera culpado por el honor de esta muerte tan repentina.
Los españoles multiplicaban sus salidas, pero se les rechazaba tan fácilmente que, para disculpar sus numerosas derrotas, Palafox las atribuyó, en una de sus órdenes del día, al temor particular que inspiraban nuestros “cuirassiers” a sus tropas. Además, amenazaba sin compasión de muerte a cualquiera, ya fuera soldado o campesino, que pronunciara, en una salida, este grito de alarma: ¡”los coraceros”!, pero nuestros soldados les evitaban la molestia de proferir dicha exclamación: iban siempre a su encuentro lanzando ellos mismos este grito espantoso que, propagándose de boca en boca, raramente fallaba en sus efectos.
El Cuerpo de ejército del mariscal Mortier se componía de la división Gazán, que fue encargada de proteger el barrio de la orilla izquierda del Ebro, y de la división Suchet, que se estableció como ejército de observación en Calatayud, en la orilla derecha. Se abrieron las paralelas, se instalaron las baterías y comenzó el bombardeo.
Junot reemplaza a Moncey
Junot, que vino después a relevar al mariscal Moncey en la dirección del asedio, comenzó por abrir una segunda línea de defensa, los días 29 y 30 de diciembre, a 160 toesas antes de la primera. El 10 de enero, nuestras baterías comenzaban el fuego contra la cabeza de puente del Huerva y contra el convento de San José. Este convento, como ya he dicho, está situado en la orilla derecha del Huerva. Defendido por un amplio foso, forma una segunda cabeza de puente.
A una señal dada, saltamos fuera de nuestras trincheras y nos lanzamos sobre el borde del foso. Felizmente habían tenido el cuidado de proporcionarnos escalas, porque nos separaban del otro lado quince pies de anchura sobre diez de profundidad. Nuestras pérdidas fueron pequeñas comparadas con las del enemigo que perdió trescientos hombres muertos o ahogados, y una cincuentena de prisioneros, incluído entre ellos el coronel que mandaba el convento.
Al volver de esta expedición, a la que había ido como voluntario y como ayudante de campo del comandante Stahl, un soldado de la guardia del rey de España me dio un culatazo tan vigoroso en medio de la frente que me hizo ver las estrellas en pleno mediodía, pero, por fortuna para mí, justo en el momento en que acababa yo de echar pie sobre el balcón por el que trepaba.
Poco después de este molesto encuentro, del que volvía muy dañado y con una pinta lastimosa, cuando fuí presentado al duque de Abrantes (Junot). Él se rió mucho de mi mala cara, el Sr. duque; después, según su generosa costumbre, me prometió una recompensa…, que aún espero todavía. Moncey, él, cuando se le informaba de alguna acción de mérito, expresaba primero su pesar por su poco crédito personal, prometía hacerlo valer, y pensaba en su promesa; Junot, al contrario, prometía mucho “en virtud de su influencia en la corte”, y eso no era oro en barras.
Junot tenía más bravura que talento. No le faltaba espíritu ni a propósito. Todo el mundo sabe que debía su fortuna militar a las buenas palabras que pronunció en Tolón. Escribía al dictado de Bonaparte, cuando una bala de cañón vino a golpear la pared que le servía de pupitre y cubrió de polvo todo lo que rodeaba al general y la página del escrito de su secretario. “Bueno”, dijo Junot con la mayor calma, “teníamos necesidad de arena, ¡héla aquí!”.
Pero este valiente teniente del Emperador tenía el defecto de estimar su juicio, su sagacidad, sus méritos muy por encima de los demás, y, en la circunstancia actual, se colocaba mucho más elevado que el valiente y leal Moncey. El “yo”, tan aborrecido de Pascal, era la palabra predilecta de Monseñor el Duque.
A su llegada entre nosotros, todo el Cuerpo de oficiales había ido a presentarle sus respetos. Nos recibió bastante fríamente y tuvo el mal gusto de destacar la pobreza de nuestra vestimenta. Ahora bien, ya habíamos pasado las de Caín en los alrededores de Zaragoza para tener derecho a esperar un recibimiento mejor. El viejo y quisquilloso Henriot no pudo contenerse allí, y, despidiéndose bruscamente, dijo en voz alta: “General, tenemos los uniformes agujereados, es cierto, pero ¡tantos agujeros representan tantas victorias!”.
Lannes toma la dirección del sitio
A pesar de la gran cantidad de nuestros éxitos parciales, el mariscal Lannes vino, en calidad de teniente del Emperador, a tomar la dirección del asedio. Primero pensó que, según los medios de resistencia que poseía la ciudad, su rendición era muy poco probable en un breve plazo. Para acabar más deprisa, resolvió emplear la zapa y la mina.
Las disposiciones de defensa en el interior de la plaza, en este segundo sitio, consistían en nuevos e innumerables cortes en todas las salidas: jardines, conventos, calles, callejuelas, los españoles habían interceptado todo, todo provisto de agujeros, de aspilleras, todo colocado en un dédalo inextricable. Cada calle estaba armada de cañones, de modo que había allí tantas ciudades que tomar como calles en Zaragoza.
Los sitiados eran en número de treinta mil hombres de tropas regulares, secundadas por setenta mil habitantes o voluntarios, todos bien armados de fusiles de asedio salidos de las manufacturas inglesas. ¡Y esta formidable guarnición se había dejado encerrar desde nuestra primera aparición! Nosotros sólo teníamos para oponerle treinta y cinco mil hombres, de los cuales la mitad se quedaba en la orilla izquierda para bloquear el barrio del Arrabal y resistir en campo raso contra los enemigos de fuera. Y la otra mitad, alrededor de dieciocho mil hombres, que sostuvo sola, durante cincuenta y cuatro días de trinchera abierta, un sitio de los más mortíferos.
Los jóvenes reclutas, que nos llegaban directamente de sus depósitos, a pesar de la debilidad de su instrucción militar, se mostraban siempre alegres y atrevidos. De ello sólo citaré una prueba. Esta valiente juventud jugaba a ir, arrastrándose por tierra, a pegarse y suspenderse con las manos a los cañones de los fusiles que salían de las troneras, para retorcerlos y, por tanto, ponerlos fuera de servicio.
Ya he dicho que el mariscal Lannes, desde su misma llegada, comprendió la necesidad de nuevos medios para activar el asedio. Decidió pues hacer colaborar al 5º Cuerpo en el ataque al barrio del Arrabal, y mandó venir a Suchet de Calatayud para dispersar las concentraciones de tropas que amenazaban nuestras retaguardias. Este movimiento se ejecutó admirablemente. Al mismo tiempo, abrió una tercera paralela para asaltar el muro del recinto urbano sitiado, – y los voltigeurs se fueron todavía de juerga.
Muerte del comandante Stahl
Apenas fueron practicables las nuevas brechas hechas a los inmensos edificios, que servían a la vez de fábricas de aceite y de muros del recinto, nos lanzamos al ataque con nuestro habitual gran ímpetu. El éxito no tardó en coronar nuestros esfuerzos. Pero, ¡ay!, a las alegrías de la victoria vino a mezclarse, para mí sobre todo, una dolorosa amargura: el desgraciado y valiente comandante Stahl fue herido de muerte. Cada día, el ejército había escuchado el relato de sus proezas; sus voltigeurs le adoraban. Su pérdida fue cruelmente sentida. Stahl reunía, a todas las cualidades del jefe de vanguardia, una extrema bondad. Algunos instantes antes del ataque, en uno de los momentos de esparcimiento familiar que tenía conmigo, me decía: “Para hacer la guerra, hay que tener carácter; pero el carácter es raro. Hay que suplirlo con el buen sentido común. El buen sentido común, la moral y la firmeza, que no es otra cosa que la bravura, juegan un gran papel en nuestro oficio. Un poco de audacia e incluso un poco de temeridad junto a todo eso consiguen dar todavía a veces buenos golpes”. Pudo haber añadido, la suerte y la fortuna también.
Yo protegía una brecha dominada por mi compañía a dos pasos de él, cuando recibió el tiro fatal. Una bala, disparada de cerca, le había atravesado los dos muslos y destrozado los fémures. El comandante no se engañó en absoluto sobre la gravedad de su estado: sabía, por experiencia, cuánto peligro tenía toda herida, aun cuando no la llevaba más que en las carnes, en este ambiente mortal y asesino. Con la misma libertad de espíritu que tenía siempre, continuó dándome órdenes.
Había tenido la dicha de ganar su confianza, y la pagaba con un afecto muy sincero. En el instante en que le sostenía en mis brazos, se escaparon de mis ojos algunas lágrimas que no pude reprimir. Él las vió y me dijo sonriendo tristemente: “Mi suerte os arranca unos lloros que no os atreveríais dar a la vuestra, si estuviérais en mi lugar. Que esta triste ocasión os enseñe a manteneros firme contra el destino. Pero dejemos eso y ocupémonos de asuntos urgentes: primero, los mundanos; los demás, que esperen. Os recomiendo a este hombre valiente (un voltigeur llamado Milot, que se había distinguido varias veces). Decidle al general Habert que no debe olvidarle en las recompensas, -además, tengo su palabra; decidle que, al morir, cuento con lo que me ha prometido… Y ahora, abrazadme, recibid mis deseos y mi último adiós. Volved a vuestra posición. Y si alguna vez volvéis a ver a Mlle***, decidle que los últimos latidos de mi corazón fueron para ella”.
Lo llevaron a la ambulancia donde expiró dos días después. Esta pérdida fue cruel para mi alma y, quizás también, fatal para mi carrera: Stahl tenía talla para andar su camino; me parecía que podía seguirle… de lejos. Y encima, sentía ser yo la causa indirecta de su muerte. El general Habert, junto al que cumplía las funciones de oficial de ordenanza, me había confiado un día su inquietud sobre la elección de un jefe de batallón capaz de mandar el Cuerpo de voltigeurs que tenía la intención de crear. Yo le nombré a Stahl. Habert quiso conocerlo, y una vez que lo vio, no hubo nada más que decir: el Cuerpo de élite fue puesto bajo sus órdenes.
Varios episodios del asedio
Desde este mismo momento, la mina, la zapa y el bombardeo no cesaron de hostigar a los sitiados. A este triple medio de destrucción se añadieron pronto los terribles efectos de una epidemia que asoló Zaragoza. No extrañará en absoluto que cerca de cien mil almas (la historia dice de cincuenta a sesenta mil), hayan sido víctimas de estos dos sitios, inauditos en la historia. A medida que tomábamos una casa, la encontrábamos llena de cadáveres. El hedor era insoportable. Buen número de entre nosotros no resistían allí. Esta clase de guerra es lo más indignante que hay en el oficio de las armas.
Los sitiados eran muy superiores a nosotros en número; nos debían haber rechazado en el primer momento y sin mucho trabajo. Pero la creencia en Nuestra Señora del Pilar y también el miedo a las horcas, levantadas por los frailes en todas las calles, los encerraban en la ciudad en donde tenían la estúpida certeza de no poder ser expulsados jamás. Pero lo cierto es que nosotros estábamos admirablemente dotados de hecho de buenos jefes: Lannes, director general; el general Lacoste, el coronel Rogniat, el comandante Haxo, los tres del arma de ingenieros, con oficiales y soldados de hierro que hacían prodigios. En fin, para completar esta pléyade de héroes, tengo que citar al general Delong, que dirigía la artillería, al valeroso Junot que siempre se pavoneaba dando ejemplo, a Mortier, a Suchet que iniciaba una hermosa carrera, a Gazan…, y ¡tantos otros!
Los sitiados tenían en contra nuestra ciento sesenta bocas de fuego, pero sus jefes no tenían ni el carácter, ni el talento, ni siquiera la audacia de los nuestros.
El capitán general español, don José de Palafox, no tenía como ayudantes y consejeros más que a sus dos hermanos, el marqués de Lazán y Francisco Palafox. Los frailes gobernaban con él y lo que era más frecuente, sin él. Lo mismo que mandaban colgar a todos los soldados y campesinos que dejaban ver la mínima debilidad en la lucha, hubieran mandado colgar a los tres hermanos.
En cuanto a nosotros, desde que atravesamos el muro del recinto urbano y tomamos las primeras casas, tuvimos que penetrar cada día más en esta cloaca de calles tortuosas, todas fortificadas, obstruídas con balas de lana, para dar o recibir la muerte. Y los que, aquel día, habían sido bastante dichosos por haber escapado de allí, debían regresar al día siguiente a este abismo abierto y ser tragados en él de nuevo. No estábamos seguros en ninguna parte. En todo instante, separados de nuestros enemigos por un simple tabique, podíamos comunicarnos con ellos sin verlos. Pronto esta débil barrera caía bajo los golpes de nuestros zapadores; nos precipitábamos en la brecha sin saber ni quién ni qué encontraríamos detrás. Lo más frecuente era la muerte.
Un día, un oficial español, que ocupaba un primer piso, conversaba en la escalera con uno de nuestros oficiales polacos. Ofrece lealmente a su adversario brindar juntos por la pronta terminación de la guerra. El polaco acepta gustosamente: luchar y beber siempre ha sido la divisa de nuestros bravos aliados. Se dan palabra mutuamente de respetar la libertad el uno al otro, y entonces el español aparece con una botella y vasos en la mano. Apenas habían bebido y saboreado el primer trago, cuando llega un oficial superior de ronda. Se extraña de la presencia de un enemigo, no quiere entender nada, lo hace prisionero y lo conduce ante el mariscal Lannes. El español protesta ante la infame trampa de la que ha sido víctima. Puesto al corriente, el leal duque de Montebello le tranquiliza, le asegura que es libre y le invita a tomar asiento en su mesa donde se le sirve la comida. Después añade con bondad que el oficial de ronda no había tenido otro deseo, llevándolo a su casa, que presentarle a un valiente. Acabada la comida, nuestro español encantado fue llevado de nuevo a la ciudad, a la misma posición que ocupaba.
Cuando llegó allí, acababa yo de relevar al polaco. Tuve la idea de proponer al español parecido intercambio de cortesía, con el pensamiento íntimo de charlar con él sobre la célebre Agustina, que me volvía sin cesar al corazón. Mi español aceptó, pero a la primera palabra que empecé a hablar sobre la bella heroína inspirada por Nuestra Señora del Pilar: “¡Ah!”, gritó, “¡sóis vos, pues, el señor Federico! ¡Estad de acuerdo conmigo en que os ha agradado muy profundamente! Es cierto que tenía por compañero a alguien más fino y más fuerte que vos!”.- “Pero”, le dije, “si hubiera querido, no se me hubiera escapado!”.- “Vamos, pues”, replicó él, “han visto a Nuestra Señora en persona arrancarla de vuestros brazos en el momento en que la violentábais…! ¡Habéis sido muy dichoso de libraros de una buena!”- “Pero, estáis equivocados: ella ha saltado por una ventana…”.- “Os lo habéis creído. Nuestra Señora os ha alucinado”. Tuve ganas un momento de contarle la historia del beso que había depositado en mis labios, y del tierno adiós que me había dirigido antes de huir, pero ¿para qué?- Hubiera creído, en su fanatismo, que Nuestra Señora, para jugar conmigo mejor, había tomado Ella misma el lugar de Agustina. “¿Tiene amantes?”, le pregunté yo.- “Las santas no los tienen”, dijo sentenciosamente. Y nos separamos como buenos amigos.
Yo todavía tenía la esperanza de volver a encontrar a mi orgullosa heroína o de sorprenderla detrás de algún muro, pero en vano. Y los prisioneros a quienes preguntaba dónde podía verla, me respondían con convicción que la virgen del Portillo no tenía nunca un puesto asignado, y que, guiada por Nuestra Señora del Pilar, estaba en todas partes donde se encontraba la victoria, nunca donde se le hubiera vencido.
Toma de la Universidad
El 18 de febrero, el barrio fue tomado por el mariscal Mortier. Ocupamos una gran construcción situada en frente mismo de las vastos edificios de la Universidad. En cuanto nuestra mina explotó, me precipité dando la señal y el ejemplo para el asalto. Pero desde el momento en que estuvimos ya en la calle, un terrible tiroteo nos recibió por delante, por detrás, por todos los lados a la vez. Felizmente, campesinos y paisanos españoles tiraban poco más o menos con los ojos cerrados y al azar, pero el estruendo de sus disparos no causó ni un instante de vacilación entre los nuestros. En cuanto a mí, yo ya estaba en las ruinas, seguido de algunos hombres, haciendo fuego contra todo enemigo que se dejaba ver. Hasta el grado de capitán, un jefe debe pagar con su persona.
Viendo la indecisión de una parte de mi pequeña columna, nos enviaron todos los hombres que encontraron a mano. El valiente subteniente Saint-Larry, comprendiendo muy bien que, en esta clase de conflictos, el triunfo depende del vigor del primer empuje, se entregó sin vacilar a una muerte casi segura y se lanzó hacia mí. Puedo hacerle justicia plenamente: su hermoso movimiento decidió la suerte de la Universidad. Entonces creímos escuchar tocar a muerto en Zaragoza. Y sin embargo, a este joven subteniente y a mí nos olvidaron en la distribución de las recompensas, que se hizo, es cierto, mucho más tarde después del asedio y cuando nosotros estábamos en prisión los dos.
Tuve, pues, el insigne honor de apoderarme de los vastos edificios de la Universidad. Era un punto capital: los sitiados habían hecho de ella una temible fortaleza contra la que habían fracasado varias compañías de granaderos. Lo que no ha impedido a M. Thiers otorgar a este Cuerpo de élite el honor de este brillante golpe de mano, en su “Histoire du Consulat et de l’Empire”. Y así se escribe la historia.
El Sr. general de Feuchères, entonces ayudante de campo del general Habert, puede dar fe de lo que digo, y mis estados de servicios igualmente. Es verdad que, de todas las minas que estallaron alrededor de la Universidad, la que me abrió paso fue la única en provocar un efecto decisivo, todas las demás sólo habían causado derrumbamientos. En esta acción nuestras pérdidas fueron menores de lo que tenían que haber sido.
El sobrenombre de «Rector de la Universidad» me lo aplicó el general Habert en persona. Esta broma aduló muy agradablemente mi pequeña vanidad: a falta de ramo con el que se cubre al general, la menor ramita de laurel es suficiente para el amor propio del soldado.
El general de Feuchères
El Sr. de Feuchères (1) fue el primero que llegó hasta nosotros, en la Universidad, a través de mil peligros. Venía a transmitirnos las órdenes del general Habert y darnos consejos que nos fueron muy útiles sobre las disposiciones a tomar.
(1) M. de Feuchères era un oficial de gran mérito, un hombre lleno de delicadeza y del más leal desinterés. Dotado de una fortuna colosal, prefirió el honor a las riquezas. Todo ciudadano de Nîmes debe guardar la memoria del general Feuchères y transmitir su gratitud a la posteridad.
Me acuerdo que, atravesando la biblioteca, compuesta de una larga serie de vastas salas donde nos habíamos instalado, el Sr. de Feuchères encontró bajo sus pies un manuscrito precioso. Eran los cantares todavía inéditos del ilustre autor de Don Quijote. Este manuscrito se quedó probablemente en poder de Mme. de Feuchères, viuda del general.
En mi nueva calidad de “Rector de la Universidad”, elegí en la biblioteca algunas hermosas ediciones, lujosamente encuadernadas, de los principales autores del siglo XVII y se las envié como obsequio a mis jefes.
Capitulación de la ciudad
Al día siguiente, 19 de febrero de 1809 (sic), la ciudad capituló. Había aguantado sin parar dos terribles asedios. Mi compañía fue allí completamente renovada dos veces. En el primer sitio, no había perdido más que treinta hombres; cuando un voltigeur faltaba en las filas, tenía autorización para escoger en el regimiento, salvo entre los granaderos, al hombre que más me convenía.
Durante el segundo sitio, como durante el primero, los voltigeurs del 14º Regimiento no han cesado, día y noche, desde el 29 de diciembre de 1808 al 21 de febrero de 1809, de atacar o de defenderse, es decir, de combatir y de vencer, y he visto siempre a este intrépido regimiento si no con un uniforme impecable, como lo hubiera querido el general Junot, al menos maravilloso en cuanto a orden y disciplina.
Durante las guerras de la Revolución y del Imperio, el 14º ha cosechado, en veintitrés años, más laureles que los que había conseguido en dos siglos.
La toma de Zaragoza es el hecho más brillante de toda la guerra de España; fue también el más memorable y el más mortífero de todos los asedios que han tenido lugar en la historia. Haría falta un Homero o un Virgilio para cantar dignamente tantas proezas.
Cuando penetramos, después de su caída, en esta ciudad desolada, los muertos hacían guardia en sus puertas. No era más que una espantosa necrópolis, más que un maloliente osario donde reinaban un silencio de muerte, el hambre y la peste, todo lo que la guerra tiene de más terrible en sus horrores.
Episodios diversos
Al entrar en la ciudad, fuí designado para ir a tomar posesión del castillo de la Inquisición. Los frailes habían mandado arrojar en sus lúgubres prisiones a los que condenaban con el nombre de “traidor” y que reservaban para la horca, cuando su ejecución no había tenido lugar inmediatamente, lo que era muy raro. Tuve la dicha de liberar de sus cadenas al capitán general Guillelmi y a algunas otras víctimas del odio monacal. El más fuerte rencor de estos desgraciados prisioneros se achacaba a Palafox, débil y sumisa criatura de don Basilio. Me he enterado sin embargo, poco tiempo después, de que Palafox había mandado encarcelar a Guillelmi para salvarle la vida.
Don Basilio hacía temblar todo en Zaragoza; bajo su mando se levantaban y funcionaban las horcas, tanto tiempo como duró el sitio; mandaba mutilar a los prisioneros y los exponía en este estado en las murallas, sobre todo, a italianos y polacos.
Este célebre fraile, alma maldita de la insurrección, el organizador de la resistencia y de las horcas, fue pasado por las armas a nuestra entrada en Zaragoza. No quería morir. Ofrecía a los soldados del pelotón su reloj, oro, mucho oro y hacía las más hermosas promesas para que se le dejara con vida. Fue muerto sin compasión, muerto como un perro rabioso, a golpes de bayoneta, y su cuerpo tirado al Ebro. Su hábito se enganchó algunos instantes en una de las estacas clavadas bajo el puente para indicar el paso a los barcos. Su ejecución fue bien vista por los españoles.
Aquel día, había recibido la orden verbal del mariscal Lannes de proteger estrictamente la entrada del Portillo. Mi consigna era severa, absoluta; bajo ningún pretexto debía dejar penetrar a ningún alma viviente en la plaza. Ahora bien, cuando apenas me había instalado en mi puesto, se presenta M. de Brancas, coronel de artillería, que pretende pasar al otro lado. El gran señor se irrita con mi negativa, y me enseña una orden del jefe de estado mayor; pero yo tenía la mía del mariscal en persona, y nada pudo hacerme ceder en mi decisión: ni quejas, ni amenazas, ni palabras casi sin parar, ni el nombre tan rimbombante de los Brancas. No respondí a esta osadía más que mandando cruzar la bayoneta. El amor al deber, la firme voluntad de cumplirlo ayudan a soportar tanto la burla como la injuria.
La familia de los Brancas ha debido reverdecer con la Restauración. Esta familia poseía altos títulos en tres reinos a la vez: marqués en Nápoles, tenían la grandeza en España y el título de par en Francia. Pero de todo eso no deben quedar apenas más que unos pergaminos carcomidos.
Se concibe fácilmente que la bomba, la zapa, la mina y el cañón hubiesen producido una destrucción infernal en la capital de Aragón. Las casas más dañadas sólo ofrecían ruina, extrema miseria. Pero el francés busca y sabe encontrar en todas partes el placer. Supo hallarlo en los restos humeantes de la desgraciada ciudad. Pronto se organizó una compañía de artistas aficionados, a la que se le añadieron algunos comediantes del teatro de Zaragoza; se dieron representaciones, fiestas, conciertos, bailes en que las mujeres se entregaban en masa, sin sus maridos, se entiende, -porque todos los hombres, menos los sexagenarios, habían marchado a Francia como prisioneros. Estas damas declaraban que sólo se divertían “por la orden que habían recibido”, pero el demonio no perdía nada allí: su resignación era más que sincera; el pasado se olvidaba bailando; incluso bajo los vestidos de luto, ¡se notaba renacer la alegría de vivir en este país tan voluptuoso!.
Palafox
Una hermosa mañana, me mandaron de guardia temporal a casa de Palafox todavía enfermo. Estaba incluso designado para acompañarlo hasta Francia, de donde debía ser llevado a Italia. En estas circunstancias fue en las que conocí al héroe de Zaragoza. Me pareció más capaz de causar insomnios a las bellas aragonesas que a los generales de Napoleón. Era en efecto un muchacho muy hermoso, pero sus virtudes militares no llegaban a la altura de su reputación. Sin embargo, era generoso y valiente.
Tenía por consigna proteger a mi prisionero teniéndolo a la vista. Desde la decisión que le condenaba al exilio, el desgraciado gobernador se había visto abandonado por todos sus cortesanos. No quedaban ya en su casa más que su ayuda de cámara, su médico y una orgullosa joven dama, de alta alcurnia, se decía. El ayuda de cámara se hacía de rogar para seguir a Palafox a Francia y ponía condiciones; el médico pretendía no acompañar en modo alguno a su enfermo. Tuve que imponer mi voluntad al uno y al otro, y exigir que cumplirían su deber hasta el final, so pena de sufrir las consecuencias de su falta de humanidad. En cuanto a la dama, hasta entonces muy altiva conmigo, se volvió de pronto muy amable, ante mi firmeza, y se puso desde entonces a agradarme todo lo que tenía de belleza y de encanto. Ahora bien, pronto supe que, so pretexto de aliviar la suerte de su querido “Palafoxito” y conquistarse a sus carceleros, ella pasaba de mis brazos a los de los generales, jóvenes o viejos, para prodigar luego los mismos favores a todos sus ayudantes de campo, y rebajarse al final hasta los encargados de la intendencia. En una palabra, esta pretendida amante apasionada del defensor de su país, no era más que una Mesalina. Pronto rompí con ella.
Cuando se decidió el día de la marcha, Palafox, su ayuda de cámara, mi cabo Milot y yo, partimos en el mismo carruaje. Tenía órdenes terribles: a la menor tentativa para liberar al prisionero en el camino, debía saltarle la tapa de los sesos.
Mi cabo Milot viendo toda la preocupación y enojo que me causaba esta dura consigna: “Tranquilizáos, mi teniente”, dijo, “no tendréis que padecer esta pena. Yo mismo me encargo con placer de esta labor tan dura, y, estad tranquilo, ¡no os fallaré!”.
Felizmente, no habíamos recorrido un cuarto de legua, en dirección a la Casa Blanca, cuartel general del mariscal Lannes donde debía recibir mis últimas instrucciones, cuando me confirmaron la orden de retroceder y de volver a traer a mi prisionero a Zaragoza.
El pobre 14º Regimiento, que había sufrido tanto en los dos asedios, apenas tuvo tiempo de reposar un poco durante su estancia en Zaragoza: algunas bandas catalanas, con el nombre de “guerrillas”, comenzaban a extenderse por Aragón. El general Habert fue encargado de perseguirlas y dispersarlas.