ASOCIACIÓN CULTURAL LOS SITIOS DE ZARAGOZA

Pascual Martín Triep

Artículo publicado en Heraldo de Aragón, el 8 de diciembre de 1966.

Hasta media docena de librerías he recorrido. Sólo una de ellas tenía en el escaparate el libro “José Palafox. Autobiografia». Infortunado héroe.Tomad un puñado de figuras egregias de Aragón: Gracián, Goya, Costa, Cavia… Todos gloriosos, pero desgraciados. La gloria le tardó en llegar siglos a Gracián. Goya, desde Madrid, escribía a su amigo: «Cuando hablo dé Zaragoza me quemo bibo”. Joaquín Costa, como un profeta mosaico, tuvo su monte Nebo y no consiguió penetrar en la Tierra Prometida. Cavia, al abandonar esta ciudad para encontrar lejos honores, renombre y gloria, sacudió amargamente sus zapatos.

Palafox tuvo la fortuna de encontrar en sus paisanos amor, admiración y ayuda y con ellos construyó la más deslumbrante epopeya. Pero fue un momento corto. Después, como los demás grandes de Aragón, supo del desdén y la persecución. En la «Autobiografía» describe con sobriedad su gloria y largamente su desgracia.

«No quisiera salirme de los límites de la moderación, que es la verdadera reseña del hombre español -dice el general-, pero se hace preciso decir verdades y contar los hechos como fueron, porque mi objeto es sólo merecer el aprecio de la Nación y que ésta, para fijarlo, me conozca». ¿Un desconocido el héroe de los Sitios por antonomasia? Brevemente recuerda que «la primera voz de independencia nacional, de libertad santa, de odio a la opresión, de amor al rey Fernando VII y al trono legítimo, y de integridad del territorio de las Españas fue lanzada en Aragón el 31 de mayo». Tres días antes le había aclamado el pueblo zaragozano Capitán General. Convocó las primeras Cortes que desde hacía años se convocaban en España. Fue el primero que abolió «la horrible y vergonzosa ejecución en la horca», atajó el vandalismo de los ejércitos napoleónicos y defendió Zaragoza en dos asedios «que influyeron poderosamente en las marchas y progresos del enemigo».

Sus proposiciones para considerar un plan de alcance nacional no fueron escuchadas. «Sólo las tropas de Aragón dice-, sólo la imperturbable Zaragoza hacía frente, y nuestro implacable encono contra la tiranía del usurpador fueron el baluarte de España». Ese «imperturbable Zaragoza hacía frente» contiene la auténtica gloria de nuestro héroe. Zaragoza no tenía murallas. Para su defensa por paisanos y labradores tuvo flojas tapias en el primer sitio, barricadas de barro en el segundo. Sangenis, que fortificó la plaza, escribió un vale, que se ha conservado, por una importante cantidad de adobes “para la construcción de baterías”. Enfrente estaba el mejor ejército de Europa. Sin medios, sin esperanzas de ayuda, sólo gracias a una explosión milagrosa de genio militar pudo defenderse «aquella Augusta ciudad abandonada, sola y reducida a sus moribundos defensores». Entre esos moribundos llegó a estar él.

Palafox no podía tener sino un talento militar mediocre, pues nunca se había ejercitado en la guerra, sino más bien en los rutinarios deberes de la guardia de Palacio, pero con genial inspiración suplió las propias y las ajenas insuficiencias. Organizó la ciudad marquizada y su defensa, puso orden en la calle, buscó refuerzos, estuvo siempre presente en el frente y en su oficina, y entre combate y combate supo demostrar la energía que electrizaba a su pueblo. Los labradores del Gancho, de La Magdalena, de San Miguel, sus heroicas hijas y sus abnegadas mujeres se hicieron matar y lucharon hasta morir gracias al magnetismo del hombre nacido, sin saberlo, para acaudillar. El genio de Palafox tuvo admiradores, émulos y envidiosos. Sus émulos supieron hasta qué gloriosos y también trágicos destinos conducía el camino que enseñaba él joven general aragonés. Histórica figura que sorprende y subyuga.

Consumió en la empresa todo cuanto tenía: desde su inagotable entusiasmo hasta sus bienes malbaratados en un estéril intento de rescatar por dinero a su rey. Y con esto empieza la otra vertiente de esta historia. Tras la gloria inmarcesible, el desdén y la persecución del que más le debía.

¿Como es posible que el héroe de una epopeya tan resplandeciente pusiera su gloria al servicio de una triste equivocación? Él recuerda en su escrito cuánto hizo por el rey Fernando cuya suerte le conmovía.

Palafox, con más intensidad aún que toda aquella España engañada, clamaba por el regreso de “el Deseado». La autobiografía se convierte ahora en una relación de amarguras padecidas en cuanto el rey Fernando volvió a Madrid y se rodeó de su camarilla. Ya se sabe: rufianes, aguadores y guitarristas. Gentuza. Sobre España se cernió el despotismo que engendraría las guerras civiles del siglo y medio siguiente. A Palafox, hombre liberal, le repugnaba el abuso de poder. Naturalmente, la camarilla lo apartó de Palacio y lo puso en el caso de retirarse a su Aragón nativo. Durante el breve tiempo de su mando en Aragón «restableció el orden y la legalidad sin causar vejámenes ni verter una gota de sangre». En la ciudad destruida por la guerra promovió «algunas ventajas de pública conveniencia», entre otras -ojo al detalle- «la construcción de un hermoso Paseo desde la puerta de Santa Engracia hasta el Coso».

La fidelidad y lealtad eran los ingredientes indispensables del honor, tal como exigían entonces los monarcas. Palafox se obstinó en ser leal y fiel a su rey, que no lo merecía. Por ser leal con todos, a todos pareció traidor. Al llegar los «mal llamados años» se ofreció al rey, en apuros, y fue rechazado; cuando triunfaron los liberales se le pidió cuenta de su conducta y se le alejó de la Corte. Sirve al Estado con limpieza y buena fe, pero sólo conseguir de la persecución al olvido, y si entregó sus bienes para rescatar al rey, ahora ni siquiera cobra los sueldos de sus empleos. Queda relegado a ser el hombre para los momentos apurados del monarca, y el preterido y perseguido en los buenos días de Palacio. Sólo al terminar los ominosos días del despotismo fernandino cree respirar, bajo el liberal reinado de la Reina gobernadora. Y aún se empecina en protestas de lealtad a aquel monarca que tantas veces había demostrado ser, como hombre, despreciable, y como rey, detestable. Aquel monarca había pagado su lealtad desinteresada de oro puro con la vil calderilla de la ingratitud. La ingratitud de los poderosos es la moneda falsa con que consuman la peor de las estafas. Palafox fue, pues, el gran estafado, y bien lo explica en esa patética autobiografía.

Este interesante documento figuraba entre los doscientos legajos del archivo personal de Palafox que encontró en Madrid el escritor y periodista zaragozano don José García Mercadal, director que fue de varios periódicos aquí y en la capital de España. García Mercadal fue mi primer director, y comprendo perfectamente cuál sería su emoción al encontrar tan buena caza. Rápidamente comunicó el hallazgo del Archivo al entonces alcalde de Zaragoza -era el año 1919- don Pablo Calvo, que recordamos aquí como buen amigo de esta casa. El Ayuntamiento de Zaragoza pagó las diez mil pesetas que pedían por aquellos preciosos papeles. García Mercadal recibió la recompensa máxima que puede conceder la. Ciudad: su Medalla de Oro. Desgraciadamente no acostumbra a estar en las posibilidades de un escritor la adquisición de pieza tan cara, si bien tiene el derecho, aún no ha podido lucir la condecoración.

La autobiografía del héroe de nuestra guerra de Independencia está escrita, repasada y enmendada por el propio general en sesenta hojas de papel de oficio de 1826. García Mercadal preparó la edición abriendo un paréntesis en su incesante labor de escritor, articulista, editor de libros propios y ajenos, y traductor. En estos momentos prepara dos comprometidas antologías: la de Azorín y la de Pérez de Ayala. En pocas ocasiones habrá sentido una emoción tan fuerte como al transcribir la prosa, rezumante de humanidad, aunque no muy académica, del héroe de los Sitios. Porque es un aragonés fino y un zaragozano cabal que consume uno tras otro los años de su vida en la Villa y Corte con la invencible nostalgia del Coso y de los Porches del paseo de la Independencia.

Pascual Martín Triep

Nacido en Zaragoza en 1897 y fallecido en 1976, el periodista Pascual Martín Triep fue director de HERALDO DE ARAGON entre los años 1938 a 1945, cuando fue sustituido por orden de la Dirección General de Prensa. Una de las plumas más brillantes del periodismo aragonés, Martín Triep prosiguió su labor en el diario bajo el seudónimo de «Fabio Mínimo», firma que prestigió durante décadas el comentario de política internacional.
Fue impulsor del Grupo Pórtico y realizó comentarios sobre la historia y el ser de Zaragoza con otros sobrenombres, como «Pedro Ibero» o «Pedro de Urbán». Tuvo a su cargo la página de «Las Artes y las Letras» que aparecía semanalmente los jueves. En ella publicó, con sus siglas P.M.T., su artículo “Palafox o la lealtad estafada”, donde también firmaban ese mismo día Julián Gállego y Francisco de Cossío. (Publicado en Heraldo de Aragón, el domingo 7 de diciembre de 2003).

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