La Plaza de los Sitios, aparte de sus monumentos y su significación, tiene historia propia. En efecto, la próspera Zaragoza de principios del siglo XX pensó que tenía que satisfacer una deuda de honor con los héroes de los afamados Sitios de 1808 y 1809. Determinadas fuerzas vivas (especialmente la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País y el Ayuntamiento), crearon en 1902 una Junta del Primer Centenario de los Sitios, que además de abrir una simbólica suscripción popular, consiguió -por mediación del senador Segismundo Moret- una subvención del Gobierno, de dos millones y medio de pesetas.
Con semejante impulso se fueron organizando (y llevando a cabo) una serie de iniciativas de distinta envergadura, algunas de las cuales hemos venido conociendo hasta aquí: medallas honoríficas, placas y lápidas conmemorativas, reimpresión de publicaciones y manuscritos de los Sitios y sobre los Sitios (Diario de Casamayor, Obelisco, un Homenaje conjunto -muy original- de altos cargos militares franceses y españoles,…). Y por supuesto, congresos, ciclos de conferencias, etcétera.
Ya en otro orden de cosas, la recuperación de héroes y de heroínas -excepto Palafox- y su traslado a lugares más dignos, fue también un logro encomiable. En cuanto a manifestaciones ciudadanas imperecederas: el monumento del Portillo de M. Benlliure (comentado ya), y el situado en el centro de la Plaza de los Sitios, obra de Agustín Querol (el mismo autor de las figuras en bronce del monumento a los Mártires de la Religión y de la Patria de la Plaza de España, ver objetivo 26º).
Pero hablemos antes del entorno: En la llamada Huerta de Santa Engracia -la plaza actual- se pensó entonces en ubicar lo que sería el máximo exponente de la confraternización con la nación vecina, ayer enemiga pero hoy hermana: La magna Exposición Hispano-Francesa. Y así se hizo. Fue un acontecimiento extraordinario. Los propios Reyes además de asistir a su inauguración, la visitaron en sucesivas ocasiones. Duró de mayo a diciembre de 1908, y mereció y obtuvo formidable éxito y gran repercusión.
La componían una serie de pabellones magníficos, distribuidos por la amplia Huerta de Sta. Engracia y alrededores. No existían entonces ni el Paseo de la Constitución, ni el edificio de la D.G.A., ni la Capitanía del Aire… El destino de tales construcciones era servir de marco a las más modernas expresiones del momento en cuanto a Industria y Maquinaria, Arte, Alimentación, Economía, Agricultura… Naturalmente se montó también un Pabellón Francés.
De las múltiples novedades técnicas, industriales y de todo tipo que fueron presentadas en esta Exposición, destacamos una como curiosidad, por su modestia y sus aparentes pocas pretensiones y que sin embargo obtuvo Medalla de Oro: Las SUPREMAS, «gaseosas refrescantes y aromáticas de Armisén» (tan conocidas de todos los niños zaragozanos). Una de las conmemoraciones más originales consistió en reproducir todos los uniformes de las tropas españolas de 1808, y vestir de tal guisa a conserjes y similares, de modo que paseando por los corredores de cualquier pabellón, podía uno cruzarse, ya con un Cazador de Olivenza, ya con un Dragón de Villaviciosa…
No todas las edificaciones, sin embargo, fueron construidas de un modo funcional. Hubo tres de ellas, diseñadas y llevadas a efecto con intención de que permaneciesen conformando perdurablemente la Plaza, como así ocurre:
- La actual Escuela de Artes Aplicadas (entonces mixta, de Comercio, y de Artes y Oficios, como se la llamó), obra de Félix Navarro. Su fachada constituye un completo Memorial de los Asedios: fechas, jefes militares, ciudadanos distinguidos, alusiones al honor y al sufrimiento, a la gratitud de la ciudad, etc.
- El llamado entonces Palacio de Museos (hoy Museo Provincial), obra de Magdalena y Bravo. El recordatorio de su fachada es mucho más modesto que el de la anterior: Reinando Alfonso XIII / edificóse a expensas del Estado / en conmemoración de los gloriosos Asedios / de 1808 y 1809.
- El tercer edificio permanente, discretamente retirado en la calle Moret, La Caridad, obra de La Figuera y Yarza.
No podemos terminar esta reseña sin mencionar el monumento que simbolizó la Exposición, obra de los hermanos Oslé: un enorme león (Zaragoza) en bronce, es acompañado por dos niños esculpido en piedra blanca, con ciertos atributos mitológicos y que representan las incipientes Industria y Comercio de Zaragoza. El monumento estuvo ubicado en la parte central (peatonal en aquel entonces) del Paseo de Pamplona, en su principio, es decir entre la antigua Facultad de Medicina y Capitanía, dando merecidamente frente a la Plaza de Paraíso. Merecidamente, pues D. Basilio Paraíso, con su gran capacidad de convocatoria y de organización, fue el alma de la Exposición. El monumento mencionado, trasladado hoy al Parque Primo de Rivera, lleva en su parte baja, muy justamente añadido, un busto del prócer zaragozano. El kiosco de la música, situado actualmente a la entrada del mismo parque, fue también testigo de la magna Exposición.
El actual Museo Provincial albergó durante las celebraciones hispano-francesas del Centenario, las llamadas Muestras de Arte -tanto moderno como retrospectivo- que constituían una grandiosa colección de piezas seleccionadas y agrupadas para la ocasión. Esta circunstancia es la que se agradece y recuerda en la lápida conmemorativa que puede verse al pie de la escalera de acceso a la actual sección de Bellas Artes:
D.O.M. / Al Excm. Sr. / Dr D. JUAN SOLDEVILLA / Y ROMERO / Arzobispo de Zaragoza / por méritos contraídos para con su metrópolis / por constante desvelo en pro de numerosas / peregrinaciones al Templo de Ntra. Sra. del Pilar / en memoria de la Gran Vigilia Nacional y del Gran Congreso Mariano Universal / bajo sus auspicios celebrados / de la Expon. de Artes Retrospectivas / Presidida por S.E. y organizada / La junta del I Centenario de los Sitios / Este mármol conmemorativo / testimonio de gratitud del pueblo cesaraug. / O. y D. / MCMIX.
La propia caja de la escalera mencionada (de acceso al segundo piso), constituye un bellísimo homenaje a los héroes y heroínas. En los 18 medallones en semivaciado que coronan la parte superior, encontramos los rostros y nombres de los personajes más significados.
Palafox ocupa un lugar especial, presidiendo la parte alta de la balaustrada, orlado con la leyenda Palafox, laudemus viros gloriosos: Alabemos a los hombres gloriosos.
Este pequeño medallón, junto con otro muy similar (algo mayor) en el friso del cercano grupo escolar Gascón y Marín, y la difusa silueta a caballo en semirrelieve que se adivina entre las figuras de piedra de uno de los costados del pedestal prismático que sustenta el monumento del centro de la Plaza, son las únicas efigies que los zaragozanos durante muchos años han podido contemplar del Caudillo de los Sitios (un Palafox magnífico, en bronce, puede admirarse -en privado- presidiendo la escalinata principal del edificio de la Capitanía General, en la plaza de Aragón; en gran tamaño, destocado y con sable independiente del cuerpo -sujeto por correas- en actitud de mando, pisa con su bota derecha el infamante documento -suponemos- de la proclamación de José I como Rey de España). Hoy ya existe el monumento ecuestre de la Plaza Forqué, iniciativa de la Asociación Cultural «Los Sitios de Zaragoza».
Varios son los cuadros relacionados con la Guerra de la Independencia que pueden admirarse en este Museo. Además de la pequeña doncella de Zaragoza de Wilkie (con una Agustina un tanto vaporosa) y un grabado de Gálvez y Brambilla (de la serie Retratos) representando también a la heroína del Portillo, encontramos tres escenas de gran tamaño y enorme fuerza:
- La defensa del púlpito de San Agustín de Alvarez Dumont, por ser tan conocido no necesita mayor comentario. (Sobre las fechas del suceso y su valor documental, hemos hablado ya en el objetivo 16º).
- El segundo, Defensa de Zaragoza, de Jiménez Nicanor, muy acertadamente envuelto en brumas de humo y pólvora, y que ilustra con gran patetismo sobre la estrecha unión de todo el pueblo en las horas difíciles.
- Sin embargo, la escena más dramática, más estremecedora -por eso la citamos en último lugar- es aquella en que se nos describe de manera escueta, pero con un realismo escalofriante, la inmediata venganza de Malasaña por su hija muerta (El título concreto del cuadro es «Malasaña y su hija»). Es extraordinaria la credibilidad con la que el autor (de nuevo Alvarez Dumont) ha sabido plasmar el mudo estertor del coracero, en cuyo rostro se adivina la mezcla de su infinito asombro … y su agonía. Merece la pena detenerse un momento ante él, pues aunque la escena no sea vivida en la calles de Zaragoza, nos hace reflexionar sobre un hecho semejante ocurrido en nuestro primer asedio, y que se abortó sin duda, de tan similar y peligrosa manera: entre las patas de los caballos.
En efecto, el mismo 15 de junio -primera jornada del asalto francés- en las postrimerías ya de un combate que había estrellado la viva fuerza (el propio General Léfèbvre, según cuenta LEJEUNE en sus Memorias, empleó tal expresión al reflexionar sobre el fracaso de su ataque contra las débiles defensas de la ciudad)del ataque directo contra unas tapias de adobe pero defendidas con gran coraje, en un momento de desfallecimiento en Santa Engracia, un escuadrón completo de lanceros polacos arremetió contra la Puerta, y penetró inconteniblemente en la ciudad, saltando por encima de cañones y parapetos -la mayoría guarnecidos por cadáveres-. Torciendo bruscamente a la izquierda, se dirigieron hacia el Carmen y el Portillo (por lo que hoy serían la calle Albareda y similares) para acuchillar sus desprevenidas retaguardias.
Alertados los zaragozanos, y aprovechándose de lo angosto del laberinto por el que tenían que desenvolverse los jinetes, fueron desmontándolos desde las ventanas y tejados a tiros, e incluso arrojándoles toda clase de piedras y ladrillos. Un grupo, no obstante, consiguió atravesar, desembocando en tromba en la explanada del Portillo con el consiguiente riesgo para los defensores. Lo que sucedió a continuación se describe magníficamente en el grabado de Gálvez y Brambilla Combate de las zaragozanas contra los dragones franceses que puede admirarse en la Diputación Provincial, en uno de los corredores de acceso al Palacio de Sástago.
Tropeles de mujeres salieron de las casas circundantes, arremetiendo con cuchillos, palos, tijeras y hachas, contra los lanceros polacos. Decirlo es fácil, pero cualquiera que se enfrente a pie y con algo pequeño en la mano, contra un sable en molinete a medio metro por encima de su cabeza, o una pica que lo ensarta desde lejos, nada puede hacer si no desmonta al centauro. Se comprende entonces el impulso de muchas de estas mujeres (al igual que la hija de Malasaña) de meterse entre el enloquecido torbellino de patas de caballos al galope, para hiriendo a éstos, alcanzar a los jinetes.
Como titularía Goya uno de sus aguafuertes: ¡Qué valor!
El Monumento a los Héroes de la Patria, en el centro de la Plaza de los Sitios, poco comentario necesita: la extraordinaria fuerza que dimana de los grupos de bronce que tan acertadamente supo combinar su autor, Agustín Querol, no precisa palabras. Especialmente magnífico el grupo de mujeres tirando del pesado cañón, fusil al hombro, como si de avezados veteranos se tratase. Conmueve el realismo con el que los rostros expresan tan infinita fatiga, al límite mismo de las fuerzas -con qué ternura a pesar de todo lleva la madre al niño- pero sin plantearse, ni por un momento, ceder. Impresionante.
Agustina y otras gentes llanas del pueblo, orlan el pedestal, amparadas por la Virgen del Pilar, conducidas -sable en alto- por Palafox (en semirrelieve como ya hemos indicado anteriormente). Y presidiendo tan épico homenaje, Zaragoza en lo alto. Sobre la significación de las figuras, resulta especialmente clarificadora la referencia de BLASCO IJAZO (¡Aquí… Zaragoza, t.4, pp.24-27), ampliando el comentario que el propio escultor dedicó el día de la inauguración (28-X-1908)
Entre símbolos que hablan de heroísmo, bravura, dolor y muerte, se ha representado un hecho histórico concreto, particularmente dramático: la puerta del Convento de Santa Isabel en Altabás, en el transcurso de las acciones del 18 de febrero, preludio del derrumbamiento del Arrabal, y por tanto de la ciudad entera. Transcribimos el relato de Lejeune, testigo directo del suceso, y que resulta extraordinariamente expresivo. No se trata de una transcripción exactamente literal, pues para dar mayor fuerza a la narración se han intercalado epítetos, o se han corregido significados (sin variar el sentido) basándonos en el relato que del mismo suceso hace BELMAS, J. («Diario de…»). Ambos están contenidos -y en la misma página, 283- de la versión que el «Diario de los Sitios» del Barón de Lejeune, hizo en 1908 D. Carlos RIBA Y GARCIA. Lo titula: «Una sublime puerta».
El cañón desquició una gran puerta cochera de este edificio, y nosotros nos disponíamos ya a entrar en él, cuando los defensores levantaron la puerta y la sostuvieron derecha a fuerza de brazos. Dos veces fue derribada y levantada de la misma manera, sin temor alguno a los gruesos proyectiles con que se la batía. Entonces nuestra artillería tuvo que cañonear las dos jambas del marco para derribarlas. Cuando por fin pudimos penetrar allí, vimos bajo los restos, un amontonamiento de españoles que se habían dejado matar bravamente, obstinadamente, para mantener aquella puerta cerrada.
En el grupo esculpido en piedra, el autor ha sabido captar extraordinariamente, como si de un testimonio vivo se tratase, la angustiosa desesperación con la que los brazos templados y recios, de los recios y templados aragoneses, trataban de contener la oleada de bayonetas, que acabaría pisoteando sus cadáveres tras la última carga.
La Patria a sus Héroes de 1808 y 1809.
Para más información, ver «La huerta de Santa Engracia» en Publicaciones La Huerta de Santa Engracia
Para la relación del Monumento con Buenos Aires, ver EL HERMANO «MAYOR» DEL MONUMENTO A LOS SITIOS en Boletín 15
Artículo publicado en Heraldo de Aragón, el 15 de mayo de 2008: SANTA CATALINA EN 1808