EL PERIÓDICO DE ARAGÓN
ROBERTO MIRANDA
17/02/08
Médicos en la ciudad sitiada
Un libro escrito por el doctor y militar Luis Alfonso Arcarazo aborda documentalmente la asistencia sanitaria en la capital aragonesa durante la Guerra de la Independencia Española entre los años 1808 y 1814
A comienzos del siglo XIX no existía la plaza España de Zaragoza. El convento de los franciscanos, junto al Palacio de Sástago ocupaba hasta la mitad de lo que es ahora la plaza y en la otra mitad se asentaba el hospital de Nuestra Señora de Gracia. Ambos edificios daban sus fachadas principales al Coso y entre ellos quedaba un callejón llamado de Santa Engracia, germen del arranque del paseo Independencia.
El médico militar Luis Alfonso Arcarazo dispone muy bien el escenario en el arranque de su libro La asistencia sanitaria en Zaragoza durante la Guerra de la Independencia Española (1808–1814) galardonado con el XIX Premio Los Sitios de Zaragoza 2004 y que acaba de editar la asociación cultural homónima.
El autor describe ese único y gran hospital medicalizado que había en la ciudad (los demás funcionaban como asilos de pobres), fundado por Alonso V en el siglo XVI que, además de tener cobertura para todo Aragón (Zaragoza funcionaba como capital del Reino, antes de que fueran creadas las provincias en la segunda década del siglo XIX) también tenía como misión la asistencia continuada de dementes. Colindante al hospital de Gracia se encontraba, en ruinas, el teatro que nació para sufragar al hospital y que sufrió un trágico incendio en 1787 en plena función, con decenas de muertos.
En el arranque del siglo XIX ese hospital era una amalgama de edificios: la iglesia, un abigarrado complejo de salas y almacenes, espacios separados para mujeres, que llegaba hasta la calle Porcel y por detrás rebasaba la calle San Miguel, mientras que sus huertas llegaban hasta el monasterio de Santa Engracia. Se dedican varias páginas a exlicar las labores humanitarias de la Madre María Rafols en aquel centro. En aquel momento, mientras la sanidad militar era más o menos efectiva, en el plano civil era «absolutamente inútil», explica el autor. Había un Colegio de Médicos y Cirujanos con unos 30 miembros (considerados suficientes para la ciudad prebélica), otro de Boticarios y «la Facultad de Medicina estaba cerrada desde hacía unos pocos años».
El capítulo dedicado a la Guerra señala que en el Primer Sitio la Junta de Defensa no estructuró una Junta de Sanidad, sino que se delegó en el Colegio de Médicos y en el hospital, pensando que serían suficientes. «Y hasta cierto punto aquello funcionó hasta que en agosto los franceses, antes de retirar el asedio, bombardean el hospital. En ese momento se produce una crisis tremenda, porque hay más de mil enfermos internados», explica.
La evacuación
Tienen que evacuarlos y se los llevan deprisa a la zona contraria de la ciudad. Por si atacaban desde el Huerva, los bajaron junto al Ebro. Y habilitaron para ellos la Lonja, el ayuntamiento, que estaba adosado a la Lonja por detrás y el edificio de la Diputación del Reino, donde el antiguo Cine Pax. También llevan enfermos a casas particulares, donde los tenían por el suelo, por los pasillos… Mientras tanto, en un último ataque, los franceses asaltan el hospital, lo toman y desde las ventanas disparan sobre la parte contraria del Coso, calle que hace de línea del frente. Palafox, al ver que no puede echar a los franceses ordena prender fuego al hospital y manda un comando a prender los pajares. Los franceses se retiran llevándose como prisioneros a los dementes que aún estaban encerrados dentro hasta su campamento de Torrero y el hospital queda totalmente arrasado. Terminado el primer sitio en aquel mismo mes de agosto, la junta que regía el hospital pregunta a Palafox dónde poner el hospital ahora. «Se empiezan a buscar sitios. El edificio público más grande que había entonces era la Misericordia. Se dió orden de vaciar el Pignatelli de huérfanos para meter a heridos y enfermos».
Desde el mismo agosto de 1908 comienza la preparación para un Segundo Sitio, porque todos saben que tarde o temprano van a venir otra vez los franceses. Pero a finales de octubre o primeros de noviembre se ha desencadenado en Zaragoza una epidemia de fiebres pútridas (así se llamaba al tifus exantemático) que llena de enfermos al Pignatelli y se decide separarlos de los heridos. Se habilita un hospital de Convalecientes en lo que es ahora el hospital Provincial. A él se llevan a civiles y militares heridos, en el primer sitio. Los civiles habían cargado con la mayor parte de la defensa de la ciudad.
Y cuando en diciembre de 1808 están otra vez los franceses a las puertas de Zaragoza «resulta que hay tal cantidad de enfermos que lo que sorprende, a la vista de los documentos, es que el Colegio de Médicos y la junta del hospital no explicaran a Palafox: Tenemos una epidemia, ¿cómo vamos a ofrecer resistencia al ejército francés?». Se calcula que el 80% de los muertos fue víctima de la fiebre.
El tifus exantemático era conocido ya desde los romanos. «Era la fiebre de los ejércitos; es un germen que viene del piojo de la ropa». Durante el Primer Sitio, la gente se refugiaba en las bodegas, allí se habían bajado las camas y las cocinas; la humedad, el humo, el hacinamiento trajeron la enfermedad. Se echaban la culpa del contagio entre civiles y militares. En Zaragoza había 32.000 soldados que habían venido de Valencia y de muchos sitios. Pero la Junta de Sanidad que se creó en el Segundo Sitio no fue capaz de pedir al Capitán General que ordenara salir al ejército de Zaragoza y que se retirara a la línea del Cinca o del Segre, para evitar que murieran todos.
Otro apartado del libro explica cómo se llevó a cabo la asistencia sanitaria. La población de Zaragoza era de 45.000 personas y con la tropa que vino de fuera, se duplicó. «Los cirujanos eran más efectivos que los médicos. Aquellos amputaban y salvaban vidas al liberarlas de gangrenas, o cosían tejidos o paraban hemorragias. Los médicos de entonces eran mucho menos útiles porque administraban medicamentos erróneos, como tisanas, al desconocer el origen de la epidemia». Hasta Pasteur no se descubren los gérmenes. Nadie sabía lo del piojo.
Ante la multiplicación imparable del número de enfermos, se decide crear un hospital militar de sangre que se instala en el Convento de San Ildefonso, anejo a la iglesia llamada ahora de Santiago, en la antigua plaza del Carbón. En el hospital de Convalecientes quedaron los heridos que ya habían sido atacados también por las fiebres. «Cualquier casa grande servía para improvisar un nuevo hospital. Se crearon botiquines, porque los soldados se estaban muriendo por las calles. Se calcula que se llegaron a crear hasta 60 hospitales provisionales en diferentes edificios de Zaragoza».
Vienen los ataques. Los franceses llegan bombardeando por el convento de San Agustín, una vez que Napoleón determinara, tras el examen del mapa de Zaragoza, que por el Huerva o El Portillo, como en el Primer Sitio, era inútil, al ser las zonas más defendidas. Comienza el combate casa por casa.
La guarnición de Zaragoza se viene a a menos por las bajas y queda reducida a unas 8.000 personas en condiciones de disparar. Queda reducida la producción de pólvora. «Dicen 1os cronistas que, una vez agotadas las balas de plomo, se dispararon contra los franceses todas las rejas, los cerrojos y las bisagras, convertidas en balas por los herreros». Llega un momento en que los zaragozanos tienen que izar la bandera blanca en la Torre Nueva porque Palafox está ya con el tifus exantématico.
LOS MÉDICOS FRANCESES DABAN AJOS Y RON CONTRA LA EPIDEMIA Y EL FRÍO
EL PERIÓDICO DE ARAGÓN
17/02/08
Los franceses también enferman del tifus, al ocupar casas con los muertos dentro y los piojos saltando de muertos a vivos. Los médicos galos administraban ajos masticables contra la epidemia y ron a los soldados para evitar el frío. Tenían su hospital instalado en Alagón. Ellos, acostumbrados a batallar en campo abierto, nunca se habían encontrado con una ciudad que se estaba defendiendo. Napoleón estaba sorprendido. Las leyes de la guerra venían a decir que en el momento en que abrieran brecha en las murallas, los ciudadanos se rendirían.