ASOCIACIÓN CULTURAL LOS SITIOS DE ZARAGOZA

Opinión publicada en el apartado Tribuna del periódico LA RIOJA.

JESÚS RODRÍGUEZ RUBIO

EVOCO para escribir estas líneas un pasaje de la novela Zaragoza. En él, Gabriel, ya señor de Araceli, luce los galones de sargento y junto a su amigo Agustín Montoya forma parte de la guarnición del Fuerte del Pilar.

El escenario es de sobras conocido: corre el mes de enero de 1809, uno de los inviernos más crudos que registra la Historia, tanto que los jóvenes polacos de los Regimientos del Vístula encuadrados en el Ejército napoleónico lloran ateridos de frío.

La garúa gélida endurece la tierra y el cierzo acuchilla los rostros; empero, no decrece la dureza del combate.

La ciudad está totalmente cercada. Los franceses han concluído los trabajos de la segunda paralela y la artillería de sitio puede batir a tiro directo la endeble muralla cesaraugustana y, especialmente, el reducto exento del Pilar apoyado en el escarpe de La Huerva.

Los patriotas que defienden el mísero bastión ven angustiados cómo a lo largo del día los obuses han abierto una brecha en el parapeto que es ya practicable en más de seis toesas. No quedan sacos terreros con que taponar la grieta ni cadáveres que apilar ante el terrible boquete y aunque los hubiera el remedio sería vano: el muro de adobe se viene abajo irremisiblemente.

Cae la tarde; los españoles atisban a lo lejos las compactas columnas que los franceses lanzan por el camino de Torrero. Merced a las trincheras podrán avanzar a cubierto de la fusilería y los patriotas saben que cuando en apretadas compañías salten desde la paralela aledaña al muro, el embate será brutal e irresistible.

Aquellos soldados conocen ya la funesta ecuación de la guerra: el número de bajas del enemigo puede calcularse en función de la propia potencia de fuego y del espacio que aquel se ve obligado a avanzar en descubierta. Si no hay potencia de fuego y el espacio es mínimo, al veterano no le resta sino aparejar la muerte.

¿Sintieron miedo? Primero uno, luego otro, y a la postre la guarnición entera, dan la espalda al ataque y se abalanzan en busca de la salvación hacia el angosto puente que une la posición con la ciudad.

Galdós resuelve el clímax con la aparición de la heroína. En el momento crítico, Manuela Sancho acude al lugar del que huyen los hombres. La joven, impertérrita, avanza y se perfila en la pálida claridad de la tarde. Ase un fusil, se yergue sobre los marlones y descerraja un tiro. El estampido es un clamor en la conciencia de los hombres. Suspensos y aturdidos se sorprenden miserables y no se reconocen; luego, con la misma premura que en la huida, tornan al parapeto, taponan con sus cuerpos la brecha que antes les abrumaba, se multiplican en banquetas y aspilleras y rechazan el asalto. Aquel día, el Fuerte del Pilar «no cae en poder de la Francia».

Hasta aquí la gesta. Acudamos ahora a la Historia: al margen del dramatismo propio del recurso literario, Galdós un momento antes de poner en escena a Manuela Sancho consigna un hecho rigurosamente cierto. Por boca de Gabriel nos enteramos de que en el instante vergonzoso de la huida, unos oficiales, firmes en el puente, golpeaban a la tropa exigiéndole la vuelta al puesto del deber.

Desde mi primera lectura de la novela la figura de esos oficiales me conmovió. No los admiraba, pero no puedo disimular el sobrecogimiento que me provocaba la imagen de esos hombres clavados en el puente en medio de la desesperación general, golpeando con el plano del sable las espaldas de una tropa despavorida y acudiendo, ellos los primeros, a dejar la vida en el terraplén.

Sabemos que don Benito para escribir su novela consultó diversas fuentes; es seguro que leyó los partes militares y probablemente la obra de mi protagonista. Solo de ellos pudo obtener ese dato escuetamente fidedigno.

Por otra parte, la realidad sin el exorno literario no desmerece en dramatismo y exige ser contada:

El día 11 de enero de 1809, al correr el fortín del Pilar grave riesgo de ser ocupado, el mando militar estimó perentorio rescatar la batería emplazada en el baluarte y exigió que se sostuviera la posición el tiempo preciso para evacuar con garantías las apreciadas piezas. Al tiempo en que la orden era circulada, la tropa abandonaba sin concierto la precaria talanquera y los oficiales más próximos se vieron obligados a acudir al lugar para imponer la disciplina. Le tocó en suerte esa empresa a un entonces todavía teniente coronel, jefe del cantón militar de Canfranc. Él fue el oficial que amurado en el puente con una guardia de respeto contuvo a los soldados en la retirada y les condujo a la victoria.

Hace poco que conocí ese dato. Para mí fue un descubrimiento apasionante porque creo que los hombres en la guerra no matan ni se dejan matar pensando en ser coro de tramoya de la literatura épica. Sus razones son insondables, terribles y concretas.

Al fin aquel apunte galdosiano tomaba forma y hasta tenía nombre: se llamaba Fernando García Marín y era riojano. Había nacido en Corera mediado el siglo XVIII y con doce años emigró a Jaca para educarse junto a su tío, sacerdote en esa ciudad aragonesa.

Los datos concretos de su biografía apuntan a uno de esos personajes entreverados de Ilustración y Liberalismo, a medio camino de lo romántico y lo barojiano que igual patrocinaban una Sociedad de Amigos del País que empuñaban un sable y al mando de un regimiento consumaban una revolución o morían en la barricada.

En la Guerra contra la Convención, García Marín interviene como voluntario en la Campaña del Rosellón a las órdenes del general Ricardos y gana el grado de teniente. Vuelto a Jaca, hereda de su suegro el empleo de notario. La vida entonces parece discurrir mansa y apacible en la pequeña ciudad episcopal y militar, repitiendo los ciclos de un acomodo burgués y provinciano. El notario figura entre los fundadores de la Real Sociedad Económica y es fácil imaginarlo, atildado y discreto, en las tertulias de salón o paseando en primavera por la ribera del Gas.

Pero el de Corera poseía un alma de guerrero y el toque de botasillas como el resquemor de la pólvora, seguramente, envenenaban su alma. El tiempo iba a dar satisfacción a su nostalgia.

Sublevado el Reino de Aragón en 1808, es nombrado jefe del cantón militar de Canfranc y con capacidad diligente organiza muy pronto una partida de 900 hombres con los que custodia la frontera y aún realiza un par de expediciones punitivas por tierras del Bearn y la Gascuña. Seguramente el riojano es uno de los pocos militares españoles que han invadido el país vecino al frente de tropa armada.

En el invierno de 1809, clausurados los puertos por la nieve, acude a la defensa de Zaragoza donde lo hemos conocido y tras la capitulación de la ciudad es deportado a Francia. Regresa en 1814 y tres años más tarde da a la imprenta una obra escrita que, como hija de su siglo, lleva un título desmesurado: Memorias para la historia militar de la guerra de la Revolución española que tuvo principio en el año 1808 y finalizó en el de 1814.

El sustantivo ‘Revolución’ referido a la Guerra de la Independencia me entusiasma porque aproxima al coronel miliciano a las figuras de Mina, Polier, Torrijos, Van Halen o Juan Martín. Aquellos doceañistas en versión corajuda, espadones de la libertad de imprenta prestos a subirse al monte al menor barrunto de reacción servil en el Gobierno. Señores de la conspiración y de las breñas, a la postre resultaron funestos para la historia de este atormentado país pues, tras ellos, no hubo idea política que para caminar no tuviera que calzar bota castrense. Pero, hombres de una pieza, se antojan irrenunciables si queremos explicarnos de una manera inteligible. A mí me gusta imaginar que el liberalismo bravo y levantisco, arrogante y generoso que caracterizó a la Jacetania -y por extensión a todo el Alto Aragón- hasta la sublevación de García y Galán, bebe de hombres como nuestro corerano.

He intentado encontrar un atisbo de la memoria de don Fernando García Marín en La Rioja actual y no me ha sido posible. Quizá sea mejor así. Tal vez la realidad histórica me pusiera ante un ‘persa’ legitimista, violento y despiadado. Yo prefiero guardarlo en la memoria con su nombre y una biografía dibujada en el humo de aquella jornada de la defensa del Fuerte del Pilar. Indeciso en el filo de su sable y en la solombra del anonimato. Un hombre es mucho más que un día de su vida, pero un día puede labrar la memoria de un hombre.

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